Page 37 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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La vida que regresa






               SI AQUEL año sin mi papá había sido una pausa en la peli, el mes siguiente

               transcurrió en un aleteo de mosca que nos hizo pasar de un solo golpe de botón
               todo lo no vivido. Aquel mes se llamó Preparación para el Reencuentro.

               Compra de maletas.


               Adelanto de materias escolares.


               Preparación de comidas transportables al por mayor (cortesía de todos los
               vecinos).


               Idas y vueltas a la capital del estado.


               —¡Faltó tu acta de nacimiento! —mi mamá le reclamaba a la Yaya.


               —¡Que no voy, no voy y no voy! ¿Para qué, si de todos modos el barbaján de tu
               marido no quiere que vaya? —respondía por enésima vez.


               —A ver, m’hija, búscale en su baúl —me pedía mi madre mientras pensaba en el
               nuevo modo de decirle a su propia mamá que lo que estaba escrito en el
               telegrama era una broma.


               —¿A poco estás tan viejita, Yaya? —le pregunté a la abuela en cuanto abrí el
               baúl y encontré, muy ordenaditos y hasta arriba de todo, los documentos que mi
               abuela ya sabía que le iban a hacer falta para tramitar el pasaporte. No sé cómo
               lo hacía, quizá por la forma de las hojas, tal vez por el olor del papel; a lo mejor
               llevaba engañándonos toda su vida y en realidad sí veía, pero aún sigo
               asombrándome de lo poco ciega que siempre me pareció mi Yaya. No solo hacía
               todo lo que se le viniera a la mente casi sin necesidad de pedir ayuda: además era
               capaz de ver hasta donde nuestros perezosos ojos, habituados a ver sin mirar de
               veras, no lograban llegar.


               Rama extra, aunque no del todo innecesaria.
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