Page 39 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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buen día las cuatro nos paramos enfrente de la cámara fotográfica de la oficina

               de pasaportes.

               Una semana después teníamos los boletos comprados y asientos preferenciales.
               Es lo que tiene de bueno viajar con una viejita ciega, una mocosa a la que no se

               le entiende cuando habla y una niña que muy convincentemente pasa por mensa.

               Veinticuatro horas antes del viaje, mis papás habían pactado la llamada
               telefónica más inútil de la historia de la telefonía mundial.


               —¿Bueno, bueno? ¡No te oigo! —gritaba mi mamá al teléfono.


               —Mhtjsj ssssss trrrrrrrrstpe porquthsld trrrrr —contestaba mi papá, o al menos
               eso pensábamos, porque por más que nos esforzamos nunca pudimos distinguir
               bien a bien si la voz pertenecía al autor de mis días, a una grabación o a unos
               extraterrestres intentando establecer comunicación con un pueblo perdido de la
               República Mexicana.


               —¡Que no te oigo! ¿Tú sí?


               —Trrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrrr.


               —¡Llegamos pasado mañana! ¡No te vayas a hacer bolas: mañana es día diez! ¡A
               las meras cuatro, dice el boleto! —seguía gritando mi mamá, aunque sin muchas
               esperanzas de ser entendida.


               —Trrrr trrrr trrrr ssssssssssssssssss pipipipipí.


               —¡¿Me oíste?! ¡Siempre sí va mi mamá!


               —Pipipipí.


               Mi mamá se separó el teléfono de la oreja y me miró con una cara que me hizo
               comprender el origen de los misteriosos gestos de Mi Hermana.


               —¿Qué dice? —le pregunté mientras tomaba la bocina para ver si yo podía
               escuchar algo.

               Pipipipí.
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