Page 43 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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El aeropuerto de ida






               LOS COMPADRES Aguilar nos hicieron el favor de llevarnos hasta la capital

               para poder tomar el avión.

               Y allá nos fuimos. Dos escuinclas (una bien peinada y la otra más o menos), una
               viejita ciega y una señora vuelta loca de los nervios que, encima, fue a buscar

               palabras tranquilizadoras en quien menos podía darlas: la comadre Aguilar, de
               quien debo aclarar que es antimilagrosa. El anti se debe a que ella ha
               conseguido, a fuerza de paciencia y mucho trabajo, quitarle la voz a su marido.
               Mientras que los milagros verdaderos hacen caminar al que no puede, sanar al
               que no tiene salud y darle vida a quien no la tenía, la comadre ha dedicado buena
               parte de su vida de casada a dejar mudo a su marido. Después de veintidós años
               de trabajo duro y constante, lo logró. Para aquellos momentos el compadre
               hablaba poco, y jamás en presencia de su esposa. Cuando murió, ya había
               perdido el don del habla casi por completo, y hay quien dice que también el del
               oído, porque viene a resultar que para lograr lo que parecía imposible, la
               comadre se dedicó durante toda su vida a hablar sin pausas y con mucha prisa,
               por lo que suena bastante lógico que su esposo hubiera decidido por él mismo
               tapiarse las orejas con tal de no escucharla. Yo lo hubiera hecho.


               —…y entonces que los agarran y que los meten a la cárcel —la comadre terminó
               su cuarta historia después de quince minutos de haber iniciado la primera.


               —¡No me diga, comadre! ¿Y todo porque en la aduana confesaron que no
               llevaban dinero? —preguntó alarmadísima mi madre, pensando en los tristes
               treinta y siete dólares que llevaba en la cartera y que era todo lo que nos había

               quedado después de pagarnos el viaje. Y mi papá, entre las carreras y la poca (y
               con mucha razón) confianza que les tiene a las virtudes administrativas de su
               mujer, decidió que ya mejor no le mandaría más porque de todos modos un
               propio habría de recogernos en el aeropuerto, y allá todo volvería a la
               normalidad, o sea, él a mantenernos como Dios manda.


               —¡Y cómo no! Si esos pobres infelices llegaron nomás con lo puesto, lo más
               normal es que la migra se las oliera que iban a trabajar de ilegales… Como
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