Page 47 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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El soponcio






               POR SUPUESTO, tenía que suceder.


               Gracias a la silla de ruedas con motor y chofer fuimos de las primeras en llegar a
               la aduana, donde un policía gringo pedía pasaportes mientras una policía gringa
               esculcaba las maletas.


               Antes de llegar nos pasaron unos papelitos en los que teníamos que declarar todo
               lo que llevábamos. ¿Bombas? No. ¿Explosivos? Tampoco. ¿Cuernos de chivo?
               ¿Esporas asesinas? ¿Tijeras de jardinero? No, no y no. En realidad fue bastante

               sencillo tachar todos los noes de la lista; el problema llegó cuando vino la
               pregunta mortal: “¿Trae usted más de mil dólares en efectivo?”.

               —Esa déjala en blanco —me pidió mi mamá, que fiscalizaba cada uno de mis

               taches con una concentración que, si la usara siempre, no andaría perdiendo el
               monedero o las llaves cada tres días.

               —¿Segura? —le pregunté.


               —Segura. De eso yo me encargo —me contestó.


               Y así lo hizo.


               Por fin llegamos frente al policía aduanal, quien al vernos la cara, de inmediato
               llamó a otro de sus compañeros, uno que sí hablaba español y que tenía toda la
               cara de veracruzano, aunque hablara con acento gringo.


               ¿Pasaportes? Listos. ¿Visas? En orden. ¿Declaración? Completita… casi.


               —Señoura, disculpe, ¿cuántou dinerou trae? —le preguntó a mi mamá como
               quien no quería la cosa.


               —Este… pues… A ver, déjeme hacer cuentas… dos dólar de los… ajá… menos
               otros ocho dólar de… sí… traemos diez mil dólar —contestó finalmente mi
               madre, que verdaderamente no nació para actriz.
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