Page 45 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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LAS PRIMERAS veces son siempre inolvidables. O al menos las primeras veces
que la memoria decide conservar. Mi primer vuelo en avión permanece tan
fresco en mi recuerdo como si lo estuviera viviendo.
Sobre todo porque cometimos una amplia variedad de ridículos de los que por
pudor no voy a hablar. Lo que sí hace falta decir es que a todas las aeromozas les
cayó tan en gracia aquel grupo que conformábamos que hasta nos pasaron a
primera clase. Libros para colorear, crayones, jugos y tés varios, comida hasta
reventar, una silla de ruedas motorizada y hasta con chofer incluido, y demás
artilugios con los que todo el mundo se dedicó a consentirnos. Aquello era el
cielo, y para comprobarlo bastaba echar un vistazo a través de la ventanilla.
Las nubes son una cosa muy extraña. A mí que no me vengan con que el agua
evaporada y la condensación y las arañas. Las nubes son otro mundo. Más bien,
el piso donde se sostiene ese otro mundo. Uno donde puedes ir por la vida
descalzo sin temor a cortarte con un vidrio, porque allá arriba no hay cristales.
Todo está hecho del mismo material que las nubes, y como ellas, todas las cosas
flotan, y tú también.
Las nubes tienen sus montañas y sus ríos. Las nubes son un mundo mejor. Uno
donde todos los países van ligeritos al mismo sitio. Donde se puede saltar de uno
a otro sin que algún ranchero sombrerudo y de cuello rojo quiera cazarlo con su
escopeta calibre dos millones, sin que la gente pierda la vida o las extremidades
en los trenes (porque en el país de las nubes no hacen falta), sin que las familias
se descuajaringuen toditas (porque allá arriba sería imposible construir muros o
tender líneas divisorias).
Las nubes, en realidad, son solo nubes, y sobre ellas no vive nadie, pero por uno
de esos milagros que la vida a veces nos regala, a veces parece posible.
Aquel viaje parecía tener todo a su favor.
Hasta que llegó el momento de bajar y bajar y bajar, y mis brazos quedaron