Page 38 - Puerto Libre. Historias de migrantes
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—¿Ya ves? Por culpa del sinvergüenza de su padre estas niñas ya ni me respetan.

               “Que venga calladita”, dice. ¡Sí, claro! Como tiene miedo de que le diga sus
               verdades, me quiere traer como perro: ¡amarrada y con bozal!

               —¡¡Que no era en serio, mamá!! Así se llevan ustedes, y el que se lleva se

               aguanta.

               —¿Yo cuándo le he faltado al respeto? Si acaso, alguna bromita inocente para
               hacernos la vida más agradable.


               —¿Y él cuándo te lo ha faltado a ti?


               —¡Ay, señor, señor! ¡Qué cruz con este hombre! —terminaba la discusión mi
               Yaya con el mismo argumento (que ni argumento era) cada vez.


               Luego no salía la foto. Después, que faltaba mi credencial de la escuela. Y así,
               las horas se hacían días, y los días llegaban a su fin sin que las noches fueran ya
               aquella cima que había que subir trabajosamente. De pronto el cansancio y luego
               el sueño. El bendito sueño.






               Mi mamá me pidió que le diera clases aceleradas de inglés y aprendió a decir
               dólar. Pero solo aprendió el singular de la palabra: por más que me esforcé,
               nunca pude hacerle comprender que cien dólares son exactamente eso.


               —¿Entonces nos va a costar cien dólar la visa?


               —Dólares, ma.


               —Por eso.


               Mi Yaya me suplicó que la llevara a despedirse de todas sus amigas.

               —¿No que no ibas a ir con nosotras?


               —No voy a ir, pero mejor me voy despidiendo porque se me hace que de la casa
               nunca vuelvo a salir… ¡Me van a encontrar muerta!


               Mi Hermana permitió que le enseñara cómo hacerse una cola de caballo, y un
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