Page 169 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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BATALLA  DE  ISOS                     163
     en la  misma batalla  y cerca  de  sus leales,  buscaba  su  salvación  en  la  fuga.  Alejan­
     dro  vió  a  sus  falanges  en peligro y  corrió  a  salvarlas  antes  de  emprender  la  perse­
     cución del  rey  fugitivo;  hizo  que  sus  hipaspistas  se  desplazasen  hacia la  izquierda
     para  caer  de  flanco  sobre  los  mercenarios  griegos,  mientras  los  hoplitas  de  la
     falange  presionaban  de  nuevo  sobre  ellos;  los  mercenarios,  incapaces  de  resistir
      al  doble  ataque,  eran  rechazados,  puestos  en  dispersión  y  abatidos.  Las  masas
      concentradas  a  su  espalda,  que  habrían  debido  servir  de  reserva  y  ocupar  ahora
      su  puesto  en  la  lucha,  habíanse  dado  a  la  fuga  detrás  del  gran  rey.  El  grito  de
      “ ¡El rey huye!”, llegó hasta la caballería  de Narbazanes,  que  se hallaba  aún  en lo
     más  álgido  del  combate  y  ganando  terreno;  desmoralizados  ante  aquel  grito,  los
      jinetes empezaron a flaquear,  a  dispersarse,  a  huir;  salieron al  galope  por  el  llano,
      perseguidos  por  los  tesalienses.  Los  persas  precipitábanse  en  tropel  a  las  mon­
     tañas; las barrancas se llenaron de tropas en derrota; el tumulto de todas las  armas
      y  naciones,  el  ruido  de  los  cascos  de  los  caballos  que  huían  atropellándolo  todo,
      los  gritos  de hombres  desesperados,  la  furia  homicida  de  sus  angustias  de  muerte
      bajo  las  espadas  y  las  lanzas  de  los  macedonios  que  los  acosaban  y  pasaban  a
      cuchillo,  el  griterío  jubiloso  de  los  vencedores:  así  terminó  aquella  memorable
      jornada  de  Isos.
          Las  pérdidas  de  los  persas  habían  sido  inmensas;  el  campo  de  batalla  quedó
      cubierto  de  cadáveres y agonizantes,  las  gargantas  de  la  montaña  bloqueadas  por
      los  cuerpos  de los  muertos;  aquella  muralla de  cuerpos  sin  vida  protegía  la  huida
      del  gran  rey.
          Darío,  que  tan  pronto  como  vió  que  triunfaba  el  primer  ataque  de  Alejan­
      dro,  había  retirado  del lugar  de  la  lucha  a  su  cuadriga,  corrió  por el  llano  a  todo
      el  galope  de  sus  caballos,  hasta  llegar  a  las  faldas  de  la  montaña;  allí,  como  el
      accidentado  terreno  ponía  freno  a  su  prisa,  saltó  del  carro,  desembarazóse  del
      manto,  del  arco  y  del  escudo  y  saltó  sobre  una  yegua  que  salió  veloz  hacia  la
      retaguardia,  pues  las  ganas  de  llegar  a  la  pesebrera  de  su  establo  ponían  en  sus
      cascos  toda  la  prisa  que  Darío  necesitaba.  Alejandro  lo  persiguió  afanosamente
      mientras  fué  de  día;  era  necesario  que  la  captura  del  gran  rey  coronase  a  todo
      trance  aquella  jornada  victoriosa;  encontró  en  una  barranca  su  carro-dormitorio,
      su  escudo,  su  manto  y  su  arco;  a  falta  de  la  persona  del  rey,  volvió  con  estos
      trofeos  al campamento  de los  persas,  que  sus  gentes  habían  ocupado  sin lucha  y
      acondicionado  para  el  bien  merecido  descanso  de  la  noche.
          El  botín  cogido  al  enemigo,  fuera  de  la  suntuosa  pompa  del  campamento
      y  de  las  preciosas  armas  de  los  grandes  persas  no  fué  grande,  en  lo  tocante  a
      dinero y a  otros valores, pues los  tesoros,  los  utensilios  de  campaña y  todo  el  tren
      de la  corte  habían  sido  enviados  a  Damasco.  En  cambio,  cayeron  en  manos  del
      vencedor,  con  el  campamento,  donde  habían  quedado  olvidadas  ante  la  prisa
      de  la  fuga,  la  reina  madre  Sisigambís,  la  esposa  de  Darío  y  sus  hijos.  Cuando
      Alejandro, después de regresar de su cabalgada en persecución del gran rey,  comía
      por  la  noche  en  la  tienda  de  campaña  de  Darío,  acompañado  de  sus  oficiales,
      oyó  los  lamentos  de  voces  femeninas  cerca  de  allí  y  supo  que  eran  las  damas
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