Page 164 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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158 BATALLA DE ISOS
unos cuantos oficiales a recorrer la costa para convencerse de que realmente el ene
migo estaba allí.
Muy distinta fué la impresión que este mismo rumor produjo a las tropas
de Alejandro; ellas habían esperado encontrar al enemigo algunos días más tarde
y en campo abierto; ahora todo era inesperado y precipitado; los persas estaban
a su espalda y la batalla se produciría al día siguiente; había que arrancar al
enemigo, decían las tropas, en dura batalla, lo que ya se había conquistado y pagar
con sangre cada paso dado hacia atrás; tal vez los desfiladeros se hallasen ya to
mados y bloqueados, tal vez fuese necesario abrirse paso, como lo hicieran en
otro tiempo los Diez mil, a través de las tierras interiores del Asia Menor, para
llevar a Ja patria, en vez de la gloria y el botín, la vida escueta, el que lograse sal
varla; y todo por no haber avanzado con precauciones; lo que ocurría era que no
se estimaba en nada la vida del soldado raso y, cuando caía herido o enfermo, se
le dejaba atrás, abandonado a su suerte y a la ferocidad del enemigo. Eso, y cosas
todavía peores, gruñían los soldados, mientras limpiaban sus armas y aguzaban
sus picas, no tanto por cobardía como porque las cosas habían sucedido de otro
modo a como ellos esperaban, y también para desahogar un poco, con maldi
ciones en voz alta, ese sentimiento de desazón que se apodera hasta del soldado
más valiente en vísperas de una decisión largamente esperada.
Alejandro conocía el estado de sus tropas, pero no le inquietaba aquel des
embarazo que la guerra crea y exige. Tan pronto como sus oficiales exploradores
le informaron de lo que habían visto, a saber: de que el llano de la desemboca
dura del Pínaro, cerca de Isos, estaba cubierto de tiendas de campaña, de que
Darío se hallaba cerca, reunió a sus estrategas, a sus ilarcas y a los altos jefes
de las tropas aliadas, les comunicó los informes que acababa de recibir y les hizo
ver que, de todas las posibilidades imaginables, ninguna prometía éxito más
seguro que la posición en que el enemigo había ido a colocarse; la apariencia de
estar cercados —así lo hace decir, por lo menos, Arriano— no les engañaría;
habían peleado gloriosamente demasiadas veces para que su ánimo flaqueara
ante un peligro aparente: ellos, siempre vencedores, se enfrentarían a un ejército
siempre vencido; macedonios contra medos y persas; ^guerreros avezados^ encane
cidos baio las armas, frente a las gentes afeminadas del Asia, que hacía mucho
tiempo que no sabían lo que era guerrear; hombres libres contra esclavos; helenos
conscientes que luchaban voluntariamente por sus dioses y su patria contra hele
nos degenerados que traicionaban a su patria y la gloria de sus antepasados por
una mísera soldada; los más combativos y más libres hombres autóctonos de
Europa contra las más despreciables tribus del oriente; en suma, el vigor contra
la degeneración, la suprema voluntad contra la más profunda impotencia, to
das las ventajas del terreno, de la estrategia y de la bravura contra las hordas
persas: ¿podía, en tales circunstancias, ser dudoso el resultado de la lucha? Y el
premio de esta victoria no sería ya, como el de la anterior, una o dos satrapías
simplemente, sino el reino persa: no se disponían a vencer a los escuadrones de
jinetes y al tropel de mercenarios del Gránico, sino al ejército imperial del Asia;