Page 162 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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156                       BATALLA  DE  ISOS

           En efecto,  el inminente encuentro entre los  dos  ejércitos  tenía  que  ser,  nece­
       sariamente, decisivo. Los  contingentes encuadrados en el ejército  persa  contábanse
       por  cientos  de  miles,  entre  ellos  una  gran  masa  de  mercenarios  griegos  que,
       engrosados por los  que  recientemente habían  desembarcado  al  mando  del  acarna-
       neiense Banor y del tesaliense Aristómedes, no sumarían menos de  30,000;  y entre
       las  masas  de  las  gentes  de  guerra  asiáticas  figuraban  como  100,000  hombres  de
       infantería  pesada  (los  cardacos)  y los  jinetes  persas  acorazados.  Darío  tenía  pues­
       ta  toda  su  confianza  en  aquel  enorme  poderío,  en  la  justicia  de  su  causa,  en  su
       fama  guerrera;  creía  ciegamente  en  las  seguridades  que  le  daban  sus  príncipes  y
       —según  se  cuenta— en un  sueño que había  tenido poco  antes  de  partir  de  Babi­
       lonia y que los  caldeos le habían  descifrado  de  un  modo  muy halagüeño;  en  este
       sueño había  visto  el  campamento  de los  macedonios  al  resplandor  de  un  enorme
       incendio  y al  rey  macedonio  cabalgar,  vestido  de  príncipe  persa,  por  los  caminos
       de  Babilonia,  hasta  que  caballo  y  jinete  se  perdieron  entre  las  sombras.  Seguro
       así  del  porvenir,  había  cruzado  el  Eufrates  a  la  cabeza  de  su  gigantesco  ejército
       y acampó  cerca  de  Sojoi,  rodeado  de  toda  la  pompa  guerrera  de  un  “rey  de  re­
       yes”,  acompañado  por  toda  su  corte  y  su  harén  y  los  harenes  de  los  sátrapas  y
       príncipes  persas,  por  un  tropel  de  eunucos  y  de  mudos,  por  cientos  de  miles
       de  hombres  de  armas,  por  una  caravana  interminable  de  carros  lujosamente
       adornados y cubiertos por ricos baldaquines y por todo  su  copioso  bagaje;  allí,  en
       aquellos vastos llanos  que le  ofrecían espacio  para  desplegar la  superioridad  aplas­
       tante  de  su  ejército  y,  sobre  todo,  para  emplear  eficazmente  sus  grandes  masas
       de caballería,  esperaría  al  enemigo  para  destruirlo.
           Parece que fué Arsames, el fugitivo  de la  Cilicia,  el  que llevó  al  campamento
       de  Darío  las  primeras  noticias  de  que  Alejandro  estaba  cerca  y  marchaba  hacía
       allí. Según aquellos informes, el enemigo parecía querer cruzar por los  desfiladeros
       de los  montes  Amanos;  todos  los  días  se  esperaba  ver  las  nubes  de  polvo  levan­
       tarse por el oeste. Pasó un día, y otro, y otro, hasta que por fin los que aguardaban
       acabaron  por  mostrarse  indiferentes  ante  el  peligro  que  no  acababa  de  llegar;  ya
       nadie  se  acordaba  de  todo  lo  que  habían  perdido;  burlábanse  del  enemigo,  que
       no  se atrevía  a  salir de la angosta  zona  de la  costa,  sospechando  sin  duda  que  las
       pezuñas  de  los  caballos  persas  bastarían  para  aplastar  su  poder.  Darío  prestaba
       gustoso el oído a las  palabras arrogantes  de los  grandes  de  su  imperio:  el  macedo­
       nio,  intimidado  ante  la  proximidad  de  los  persas,  no  se  atrevería  a  pasar  de
       Tarso;  habría  que  ir  en  su  busca  y  atacarlo;  su  destrucción  era  ya  cosa  de  días.
       En  vano  el  macedonio  Amintas  les  ponía  en  guardia  contra  aquella  alegría
       prematura,  queriendo  hacerles  ver  que  aquella  demora  presagiaba  doble  peligro;
       que por nada  del  mundo  debían aventurarse  a  entrar en los  estrechos  valles  de  la
       Cilicia,  que los llanos  de  Sojoi eran  el campo  de batalla  adecuado  para  el  ejército
       persa,  que  allí era  donde  una  muchedumbre  como  aquélla  podía  vencer  o  retirar­
       se,  si  era  vencida.  Paro  Darío,  desconfiando  de  aquel  extranjero  que  había  trai­
       cionado a  su  rey,  seducido  por los  discursos  aduladores  de  sus  grandes  y  por  sus
       propios  deseos  y,  finalmente,  espoleado  por  la  intranquilidad  del  débil  y  por  su
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