Page 159 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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ALEJANDRO CRUZA EL TAURO 153
poder la facción persa —como en Sinope— o la tiranía —como en Heraclea—.
Y es que Alejandro no podía demorar los asuntos más importantes y desviarse de
su ruta para ocupar las lejanas costas del Ponto Euxino; el objetivo de su expe
dición eran las costas del mar Mediterráneo. La ruta que llevaba pasaba por las
estribaciones septentrionales del Tauro y trasponía las puertas cilicias, situadas
más arriba de Tíana, las mismas que hacía unos setenta años cruzara Ciro el
joven con sus diez mil griegos.
Alejandro encontró las alturas tomadas por fuertes retenes; mandó que el
resto de su ejército acampara, mientras él mismo se preparaba con sus hipaspistas,
los arqueros y los agríanos para ponerse en marcha como a la hora de la primera
guardia nocturna y sorprender al enemigo bajo las sombras de la noche. Apenas
los puestos de vigilancia enemigos le sintieron acercarse, abandonaron en rápida
fuga· los pasos, que habrían podido bloquear a poca costa, si no se hubiesen con
siderado perdidos. Al parecer, Arsames, el sátrapa cilicio, sólo los había colocado
allí, en aquellos puestos avanzados, para ganar tiempo, poder saquear y devastar
el país y, de este modo, dejando a sus espaldas un desierto, replegarse más segura
mente sobre el ejército de Darío, que avanzaba ya desde el Eufrates. Pero Alejan
dro cruzó a toda marcha los desfiladeros y cayó sobre Tarso con su caballería y
las tropas más rápidas de su infantería ligera, a tal velocidad que Arsames, que
no creía que el enemigo estuviese tan cerca ni fuese tan rápido, vióse sorprendido
y hubo de salir corriendo sin poder saquear la ciudad ni el campo, salvando así su
vida para una pronta muerte.
Alejandro, fatigado por las guardias nocturnas, las marchas forzadas y el sol
de mediodía de una calurosa jornada del tardío verano, llegó con sus tropas a las
riberas del Cidnos, río serrano de aguas claras y frías que corre en rápido curso
hacia Tarso. Ansioso de bañarse, se despojó a toda prisa del casco, la coraza y
las ropas y corrió a meterse en el río; vióse acometido por unos escalofríos de
fiebre que le agarrotaban; le sacaron del agua medio muerto, desvanecido, y
le llevaron a la tienda. Las convulsiones y una fiebre altísima parecían anunciar
que su vida se iba por momentos; todos los médicos desconfiaban de salvarle;
recobró la conciencia, pero ésta convirtióse en un nuevo tormento; el insomnio
y la rabia impotente ante la muerte que se acercaba consumían sus últimas fuer
zas. Los amigos casi le lloraban ya y el ejército sentíase desesperado; el enemigo
estaba cerca y nadie sabía qué hacer. Por fin, un médico acarnanio llamado Fi
lipo, que conocía al rey desde su infancia, se ofreció a preparar un bebedizo,
asegurando que le curaría; todo lo que Alejandro pedía era que le curasen pronto;
Filipo le prometió que, con su medicina, se pondría rápidamente bueno. En
aquellos momentos, llegó a manos de Alejandro una carta de Parmenión previ
niéndole contra Filipo: le decía que el médico había recibido de Darío mil
talentos y la promesa de que se casaría con una hija del gran rey si envenenaba
a Alejandro. Este entregó la carta a su médico y, mientras la leía, vació la copa
con el bebedizo. El médico leyó sin inmutarse aquel papel acusador, pues su con
ciencia no le acusaba de nada; rogó al rey que tuviese confianza en él y le aseguró