Page 155 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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EN  EL  CAMPO  DE  LOS  PERSAS              149

      fué restaurar la  oligarquía,  que  le  garantizaba  la  posesión  de  aquel  territorio  insu­
      lar. Luego, hízose a la vela hacia  Lesbos,  cuyas  playas  abordara  poco  tiempo  antes
      Cares  de  Sigeón  con  mercenarios  y  barcos  para  expulsar  al  tirano  Aristónico  de
      Metimna;  este  Cares  era  aquel  mismo  ateniense  que  tan  respetuosamente  había
      saludado  a  Alejandro  al  desembarcar  éste  en  Sigeón.  Pidió  a  Memnón  que  no  le
      estorbase  en  su  empresa;  pero  Memnón  iba  a  Lesbos  como  “paternal  amigo  y
      huésped"  del tirano de  la isla y arrojó  de  ella  sin gran  esfuerzo  al antiguo  estrate­
      ga  ateniense.  Ya  se  le  habían  rendido  las  demás  ciudades  insulares,  pero  la  más
      importante  de  todas,  Mitilene,  rechazó  sus  intimaciones,  fiel  a  la  alianza  concer­
      tada con Alejandro y confiada en la  guarnición macedonia  que  la  defendía.  Mem­
      nón empezó a sitiarla y la acosó  del modo más duro.  La ciudad, cercada por tierra
      mediante una muralla y cinco  campamentos y bloqueada  por mar,  con  una  escua­
      dra  que  taponaba  la  entrada  al  puerto  y  otra  que  patrullaba  las  rutas  hacia  la
      Hélade,  sin  perspectiva  ninguna  de  ayuda, hallábase  al borde  de la  desesperación.
      Ya  empezaba  a  recibir  Memnón  embajadores  de  otras  islas;  las  ciudades  de
      Eubea,  que  simpatizaban  con  los  macedonios,  proyectaban  enviarle  sus  emisa­
      rios  dentro  de  poco  tiempo;  los  espartanos  estaban  dispuestos  a  levantarse.  En
      esto,  cayó  enfermo  Memnón  y,  después  de  transferir  sus  poderes  provisional­
      mente a su sobrino  Farnabazos, hijo de Artabazos,  mientras el  gran rey  dispusiera
      lo  que  había  de  hacerse,  encontró  una  muerte  prematura,  si  no  para  su  gloria,
      por lo  menos  para  las  esperanzas  de  Darío,  el  señor  a  quien  servía.
           Cuéntase  que  cuando  Darío  recibió  el  mensaje  de  la  muerte  de  Memnón
       convocó  a  un  consejo  de  guerra,  indeciso  sobre  si  debería  entregar  al  enemigo,
       que avanzaba  sin  descanso,  las satrapías  más  cercanas  o,  por el  contrario,  ponerse
       a  la  cabeza  del  ejército  imperial  y  presentarle  batalla.  Los  persas  le  aconsejaron
       que  se  colocara  personalmente  al  frente  del  ejército  del  imperio,  ya  congregado,
       pues  la  presencia  del  rey  de  reyes  daría  ánimo  a  sus  soldados  y  los  llevaría  a  la
       victoria  y  al  triunfo,  ya  que  bastaría  con  una  batalla  victoriosa  para  destruir  a
       Alejandro.  Pero  el  ateniense  Caridemo,  que,  huyendo  de  Alejandro,  había  ido
       a  refugiarse  cerca  del  gran  rey,  quien  le  recibió  con  los  brazos  abiertos,  opinó,  y
       no  dejó  de  encontrar  eco  en  otros  consejeros,  que  debía  procederse  con  cautela
       y no jugarlo  todo a  una  carta,  no  abandonar al  Asia en la  entrada  misma  de  ella,
       reservar  la  leva  general  y  la  presencia  del  gran  rey  al  frente  de  sus  tropas  para
       la  hora  del  peligro  supremo,  hora  que  no  llegaría  si  sabían  enfrentarse  al  teme­
       rario  macedonio  con  habilidad  y  prudencia;  él  se  comprometía  a  aplastar  al  ene­
       migo  si  ponían  bajo  su  mando  un  ejército  de  cien  mil  hombres,  la  tercera  parte
       de los  cuales  fuesen  griegos.  Los  orgullosos  persas  rebatieron  violentamente  aquel
       consejo:  los planes propuestos,  decían,  eran indignos  del buen  nombre de  los per­
       sas  y  envolvían  un  reproche  injusto  contra  la  bravura  de  este  pueblo;  aceptarlos
       sería  dar  pruebas  de  la  más  triste  desconfianza  y  confesar  la  impotencia,  siendo
       así  que la presencia  del gran  rey  al  frente  de  sus  tropas  no  encontraría  por  todas
       partes  más  que  entusiasmo  y  devoción;  y  exhortaron  a  su  rey,  vacilante,  para
       que no confiase también la  dirección de la última batalla  a  un  extranjero,  ansioso
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