Page 163 - Droysen, Johann Gustav - Alejandro Magno
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BATALLA  DE  ISOS                      157

      funesta estrella,  ordenó  abandonar la  posición  de  Sojoi  e  ir  en busca  del  enemigo
      que  no  se  atrevía  a  venir  a  donde  él  se hallaba.  Toda  la  impedimenta  inútil,  los
      harenes  y  la  mayor  parte  del  tesoro,  todo  lo  que  pudiera  embarazar  la  marcha,
      fué  enviado  a  Damasco  bajo  las  órdenes  de  Cofenes,  hermano  de  Farnabazos,
      mientras  el  rey,  para  evitar  el  rodeo  por  Miriandros,  cruzaba  con  sus  tropas  los
      desfiladeros  de  los  montes  Amianos  y  llegaba  a  Isos,  precisamente  el  mismo  día
      en  que  Alejandro  había  partido  para  Miriandros.  Los  persas  encontraron  en  Isos
      a los  enfermos  que  el  ejército  macedonio  había  dejado  en  retaguardia  y  los  dego­
      llaron  a  todos  entre  tormentos  espantosos;  sentíanse  jubilosos,  seguros  de  que
      Alejandro huía  ante  ellos;  daban  por  cierto  que  sus  comunicaciones  con  Macedo­
      nia  estaban  cortadas  y  que  su  ruina  era  segura.  Sin  poder  contener  su  impacien­
      cia,  pusiéronse  en  marcha  para  dar  alcance  a  los  fugitivos.
          Y,  en  realidad,  Alejandro  tenía  sus  comunicaciones  cortadas;  se  le  ha  acusa­
      do  de  imprudencia  por  no  haber  ocupado  los  pasos  de  los  montes  Amanos  y  por
      no  haber  dejado  una  guarnición  en  Isos,  abandonando  a  sus  enfermos  rezagados
      a  un enemigo  feroz;  y se  dice  que  todo  su  ejército  habría  perecido  miserablemen­
      te,  sin  apelación,  si  los  persas,  rehuyendo  la  batalla,  hubiesen  bloqueado  el  mar
      con su flota y la línea  de retirada  de Alejandro  con  una  tenaz  defensiva,  a  la  par
      que  hostilizaban  todos  los  avances  del  enemigo  con  sus  escuadrones  y  los  hacían
      doblemente  peligrosos  mediante  las  devastaciones  aconsejadas  en  otro  tiempo
      por  Memnón.  Pero  Alejandro  conocía  bien  la  pobreza  del  poder  militar  de  los
      persas;  sabía  que,  a  la  larga,  sería  imposible  para  ellos  aprovisionar  a  aquellos
      cientos  de  miles  de  hombres  en  su  ruta  de  marcha  y,  además,  en  las  angostas
      tierras  de  la  Cilicia;  sabía  que  aquel  ejército  distaba  mucho  de  formar  un  todo
      militar  capaz  de  cogerle  en  sus  mallas  por  medio  de  una  serie  de  movimientos
      combinados  y  que,  en  el  peor  de  los  casos,  una  serie  de  rápidas  y  audaces  mar­
      chas  de  sus  tropas  obligarían  a  aquella  masa  densa,  pero  torpe,  a  batirse  en  reti­
      rada, presa del desconcierto,  dispersa y blanco  fácil de  cualquier ataque.  ¿Y  cómo
      podía  esperar  que  los  persas  abandonasen  un  terreno  tan  favorable  para  sus
      maniobras  y  tuviesen  incluso  la  locura  de  avanzar  hasta  la  estrecha  zona  costera
      bañada  por  el  Pinaros?
          Así lo  había  hecho,  en  efecto,  Darío.  Informado  por  unos  campesinos  fugi-·
      tivos de que Alejandro estaba a  pocas horas  de  camino  de  allí,  al  otro  lado  de los
      pasos de la playa, y no presentaba,  ni mucho menos, trazas de ir huyendo,  no tuvo
      más remedio, en vista de que ya no podía volver rápidamente atrás a aquel enorme
      ejército  ni  se  atrevía  a  empujarlo  hacia  las  Termopilas  de  Cilicia,  que  prepararse
      en  aquel  angosto  llano  en  que  se  encontraba  para  una  batalla  en  que  todas  las
      ventajas  del  ataque  estarían  ya  de  parte  del  enemigo.  En  realidad,  si  hubiese
      habido  alguna  estratagema  capaz  de  hacer  abandonar  al  gran  rey  la  llanura  de
      Sojoi y  de hacerlo  bajar hasta  las  costas  de  Cilicia,  Alejandro la  habría  empleado
      gustosamente,  aunque hubiese  representado para  él  una  pérdida  mayor  que la  de
      su hospital de campaña de Isos.  Cuando llegaron a sus  oídos los  primeros  rumores
      de  que  Darío  se  encontraba  cerca  le  parecieron  tan  inverosímiles,  que  envió  a
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