Page 842 - Las enseñanzas secretas de todos los tiempos
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de la causa islámica. Por su matrimonio, Mahoma pasó de una posición de pobreza
relativa a una de gran riqueza y poder y tan ejemplar era su conducta que en toda La
Meca lo conocían como «el fiel y el justo».
Mahoma habría vivido y habría muerto como un mecano respetable, si no hubiese
sacrificado sin dudar tanto su riqueza como su posición social al servicio de Dios,
cuya voz oyó mientras meditaba en la cueva del monte Hira durante el mes del
ramadán. Año tras año, Mahoma escalaba las laderas pedregosas y desiertas del monte
Hira (llamado desde entonces Yabal-al Nur, «la montaña de la luz») y allí, en soledad,
imploraba a Dios que le revelara de nuevo la religión pura de Adán, la doctrina
espiritual que la humanidad había perdido como consecuencia de las disensiones entre
las facciones religiosas. Jadiya, pendiente de las prácticas religiosas ascéticas de su
esposo que ponían en peligro su salud física, a veces lo acompañaba en su cansada
vigilia y, con intuición femenina, se daba cuenta de las tribulaciones de su alma.
Finalmente, una noche —tenía cuarenta años— estaba tendido en el suelo de la cueva,
envuelto en su manto, cuando de pronto se hizo sobre él una gran luz. Lo invadió una
sensación de paz perfecta, captó la bienaventuranza de la presencia celestial y perdió la
conciencia. Cuando volvió en sí, tenía delante al arcángel Gabriel, que le mostraba un
chal de seda con caracteres misteriosos. A partir de aquellos caracteres, Mahoma
aprendió las doctrinas fundamentales que después se plasmaron en el Corán. Entonces
Gabriel habló con voz clara y maravillosa y dijo que Mahoma era el profeta del Dios
vivo.