Page 37 - El Mártir de las Catacumbas
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En  este  recorrido  Marcelo  tuvo  la  amplia  oportunidad  de  verificar  por  sí  mismo  la
               presencia de aquel fraternal amor al cual aludía Honorio. Encontró hombres, mujeres y niños de
               todo  rango  y  de  toda  edad.  Hombres  que  habían  ocupado  los  más  altos  puestos en  Roma, se
               asociaban en amigable comunión con aquellos que apenas se hallaban al nivel de los esclavos;
               aun aquellos que antes habían sido crueles e implacables perseguidores, ahora se asociaban en
               comunión  de  amor  con  aquellos  que  antes  fueron  objeto  de  su  odio  mortal.  Igualmente  el
               sacerdote judío, liberado del yugo de la Ley, que él no podía cumplir y que era "ministerio de
               muerte" para él, ahora caminaba de la mano con los gentiles que antes odiaba. El griego había
               llegado a descubrir en la "locura" del Evangelio la misma sabiduría infinita. Y el desprecio que
               antes había  sentido  por los seguidores de Jesús había cedido el lugar al afecto más tierno. El
               egoísmo  y  la  ambición,  el  orgullo  y  la  envidia,  todas  las  bajas  pasiones  de  la  vida  humana
               parecían  haberse  esfumado  ante  el  poder  ilimitado  del  amor  cristiano.  La  fe  en  Cristo  Jesús
               moraba en sus corazones en toda su plenitud, y su bendita influencia se veía aquí, como no era
               posible verla en ninguna otra ocasión; no porque su naturaleza y su poder habían sido cambiados
               por  causa  de  ellos  personal  e  intencionalmente,  sino  porque  la  persecución  universal  había
               alcanzado a todos igualmente y les había privado de sus posesiones terrenales, y les había sepa-
               rado de las tentaciones y ambiciones mundanas; y por el amor de Cristo que constriñe, y por la
               suprema simpatía que engendra el sufrimiento en común, había tenido la virtud de unirles los
               unos con los otros.

                       -La  adoración  al  Dios  verdadero  -dijo  Honorio-,  difiere  de  toda  falsa  adoración.  Los
               paganos deben entrar a sus templos y allí por medio de un sacerdote, igualmente pecador como
               todos, ofrecer una y otra vez sacrificios a los demonios, que desde luego jamás pueden librar a
               nadie  de  sus  pecados.  Pero  en  cambio,  por  nosotros  Cristo  se  ha  ofrecido  una  sola  vez  sin
               mancha  ante  Dios,  el  Sacrificio  único  hecho  una  sola  vez  y  por  siempre.  Y  cada  uno  de  sus
               seguidores  puede  ahora  acercarse  a  Dios  por  Jesucristo,  nuestro  bendito  y  santísimo  Sumo
               Sacerdote en los mismos cielos, siendo así cada creyente hecho por Jesucristo rey y sacerdote
               para Dios. Por consiguiente, para nosotros no es cuestión de tiempo o espacio, en cuanto respecta
               a la adoración; ya sea que se nos dejen nuestras capillas, o que se nos proscriba del todo de ellas
               y  de  toda  la  tierra.  Pues  el  cielo  es  el  trono  de  nuestro  Dios,  y  el  universo  es  su  templo,  y
               cualquiera de sus hijos puede elevar a El su voz del lugar en que se encuentre, cualquiera que
               sea, y en cualquier momento, y adorar al Padre.
                       El recorrido de Marcelo se extendió hasta una gran distancia y por largo tiempo. Pese a
               haber sido prevenido de toda esta extensión, se maravillaba al ver por sí mismo lo enorme que
               era. Ni la mitad se le había dicho; y aunque había recorrido tanto era fácil comprender que todo
               esto era solamente una fracción de la enorme extensión.
                       La altura media de los pasillos era como de unos dos metros y medio; pero en muchos
               lugares  se  elevaba  como  a  unos  cuatro  metros,  o  aun  cinco.  Luego  las  frecuentes  capillas  y
               salones que se habían formado ampliando los arcos daban mayor espacio a los habitantes, y les
               hacía  posible  vivir  y  desplazarse  en  mayor  espacio  y  con  más  libertad.  También  en  muchos
               lugares había aberturas en el techo, a través de las cuales penetraban débiles rayos de luz del aire
               exterior.  Estos  se  escogían  como  lugares  de  reunión,  pero  no  para  vivir.  La  existencia  de  la
               bendita luz del día, por débil que fuera, agradaba tanto que es imposible expresarlo, sirviendo en
               un mínimo brevísimo para mitigar la tenebrosidad circundante.
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