Page 42 - El Mártir de las Catacumbas
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Marcelo le escuchó en silencio absoluto. Lentamente se sacó las armas y las puso a un
               lado.  Con  tristeza  se  desabrochó  la  suntuosa  armadura  que  él  había  portado  con  tanto
               merecimiento y orgullo. Y así quedó vestido de su sencilla túnica a disposición de su amigo.
                       -Lúculo, una vez más te repito que jamás he de olvidarme de tu fiel amistad. ¡Cuánto
               quisiera  que  estuviéramos  volando  juntos  en  una  huida  perfecta,  que  tus  oraciones  pudieran
               ascender con las mías hacia al trono de Aquel a quien yo sirvo! Pero basta. Me retiro. ¡Adiós!
                       -Adiós, Marcelo. Jamás nos volveremos a encontrar en la vida. Si alguna vez estuvieras
               en necesidad o en peligro, tú sabes bien en quién confiar.
                       Los dos jóvenes se abrazaron, y Marcelo partió apresuradamente.

                       Salió del cuartel, avanzando directamente hasta llegar al foro. Al llegar a este lugar se
               encontró rodeado de templos y monumentos y columnas de mármol. Allí estaba el Arco de Tito
               midiendo el ancho de la Vía Sacra. Allí se levantaba la forma gigantesca del palacio imperial, de
               la  más  rica  arquitectura,  con  regios  adornos  de  los  mármoles  riquísimos,  culminando  con  las
               brillantes decoraciones doradas. A un lado se levantaban las murallas enormes del Coliseo. Más
               allá se podía contemplar la cúpula estupenda del Templo de la Paz, y al otro extremo, el Monte
               Capitolino  destacaba  sus  históricas  cumbres,  coronado  de  apiñados  templos  estatales,  que  se
               erguían como desafiando las alturas y cortando los aires bajo el azul del cielo.
                       Hacia allá dirigió sus pasos y ascendió las escarpadas pendientes hasta dominar la misma
               cumbre. Y una vez en la cima, miró alrededor el amplio y soberbio panorama que se le ofrecía a
               la  vista.  El  lugar  mismo  en  donde  se  estacionaba  era  un  amplio  cuadrado  pavimentado  de
               mármol y rodeado de templos señoriales. En un lado se veía el Campus Martius, rodeado por el
               Tíber, cuya avenida amarillenta serpenteaba penetrando en las profundidades del horizonte hacia
               el Mediterráneo. Por todos los otros lados de la ciudad acaparaba toda la extensión dispareja,
               presionando hasta sus estrechas murallas, y rebasándolas por medio de calles que se irradiaban
               hasta gran distancia en todas las direcciones, invadiendo el campo. Los templos, las columnas y
               los monumentos alzaban sus cornisas orgullosas. Estatuas innumerables llenaban las calles con
               una  población  de  formas  esculturales,  numerosas  fuentes  salpicaban  el  aire,  los  carruajes  se
               desplazaban bulliciosos por las calles, las legiones de Roma iban y venían con aires de parada
               militar,  y  así  por  donde  miraba  podía  contemplar  que  surgía  la  borrascosa  ola  de  vida  de  la
               ciudad imperial.

                       A la distancia se extendía el llano, salpicado de incontables villas, casas y palacios, rica y
               exuberante  vegetación:  las  moradas  de  la  paz  y  de  la  abundancia.  A  un  lado  se  podía  ver
               levantarse  la  silueta  azul  de  los  Apeninos,  dignamente  coronados  de  nieve;  al  otro  lado,  las
               turbulentas olas del Mediterráneo azotaban las playas en la indomable lejanía.
                       Repentinamente Marcelo fue perturbado, o más bien vuelto en sí por un grito. Volteó en
               el  acto.  Un  hombre  avanzado  en  años  y  cubierto  de  escasa  vestimenta,  de  rostro  macilento  y
               frenéticas  gesticulaciones,  clamaba  a  gran  voz  expresiones  ininteligibles  de  terror  y
               denunciación. Su mirada salvaje y sus actitudes semiferoces evidenciaban que por lo menos en
               parte estaba loco.


                       Caída es, caída es Babilonia la grande,

                       Y ha venido a ser la morada de los demonios,
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