Page 78 - El Mártir de las Catacumbas
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enfrentó al mismo emperador, y así fue como yo con mis propias manos fui obligado a conducir
al ser que más amaba a la prisión y a la muerte.
Lo que para ti es pérdida, es para él la ganancia más inconmensurable. Pues ha ingresado
al reino de felicidad inmortal.
Lúculo exclamó profundamente, Su muerte fue todo un triunfo. Yo he observado antes la
muerte de muchos cristianos, pero no he sido tan impresionado por su esperanza y su confianza.
Marcelo enfrentó la muerte como si ésta fuera la bendición más feliz.
Así fue en cuanto a él, como también lo fue en cuanto a muchísimos otros, cuyos despojos
yacen en el infausto confinamiento en donde estamos obligados a morar. A ellos quiero agregar
las cenizas de Marcelo. ¿No convendría que así compartieran tumbas?
Venerable Honorio, yo había abrigado la esperanza, desde que mi querido amigo me dejó,
que por lo menos tendría el placer de llorarle y de prodigar a sus despojos los últimos honores
piadosos, y de derramar mi llanto en su tumba.
Pero, oh noble Lúculo, ¿no habría preferido tu amigo que se le diera sepultura con las
ceremonias sencillas de su nueva fe, y un lugar de reposo juntamente con los otros mártires con
cuyos nombres se encuentra él relacionado para siempre?
Lúculo quedó poseído de un profundo silencio, y después de haber pensado por algún
tiempo, al final habló:
No cabe la menor duda en cuanto a los deseos de él. Yo me rindo ante ellos, y me privo
del honor de ofrecerle los ritos funerarios. Llévalos, venerable Honorio. Empero, permíteme que
asista a vuestro servicio de sepelio. ¿No quisieras consentir que un soldado, a quien conocéis
solamente como vuestro enemigo, ingrese a ese vuestro retiro y presencie vuestros actos?
Ante ti nuestras puertas y corazones se abren en la más cordial bienvenida, oh noble
Lúculo, como lo fue con Marcelo antes de ú, si por ventura tú recibieras entre nosotros la misma
bienaventuranza que le fue concedida a él.
No alimentéis una tal esperanza dijo Lúculo. Yo soy muy diferente de Marcelo en
gustos y en sentimientos. Yo podría aprender a sentir benevolencia hacia vosotros, y aun a
admiraros, pero nunca a unirme con vosotros.
Ven con nosotros, como sea, y presencia los servicios del sepelio de tu amigo. Un
mensajero vendrá por ti mañana.
Lúculo le hizo señal de asentimiento, y después de entregarle la preciosa urna a Honorio, se
encaminó tristemente a su casa.
El siguiente día, en compañía del mensajero, se encaminó a las catacumbas. Allí se vio con
la comunidad de los cristianos y contempló este lugar en que moraban, lo cual ya le había sido
referido precisamente por su amigo, habiendo así tenido una idea previa de su vida, sus
sufrimientos y sus afectos.
De nuevo las voces dolientes y lamentaciones llenaron las tenebrosas bóvedas e hicieron eco
por todos los interminables pasillos, por otro hermano cuyo polvo se entregaba al polvo de la
tumba. Pero el mismo pesar que hablaba del dolor mortal fue reemplazado por una sublime e
inspirada certeza que expresaba la fe del alma que aspira, y una esperanza plena de un deseo vivo
de su amado Señor.
Honorio tomó en sus manos el rollo precioso, la Palabra de vida, cuyas promesas eran tan
poderosas que sostenían en medio de las más pesadas cargas y aflicciones, y en tono solemne
leyó aquella parte de Primera Corintios, que en todas las épocas y en todos los climas ha sido tan
preciosa al corazón que se remonta más allá de los reinos del tiempo en busca de consuelo en la
perspectiva de la resurrección.