Page 76 - El Mártir de las Catacumbas
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mismo día para que sufriera su condena. A él no se le concedería el morir devorado por las fieras
salvajes ni en manos de gladiadores, sino por medio de tormentos más refinados, los del fuego.
Fue, pues, en la pira, donde tantos cristianos habían dado ya su testimonio de la verdad, donde
Marcelo también confirmó su fe rindiendo su vida. La pira se colocó al centro mismo del
Coliseo, habiéndosele rodeado de enormes haces de combustible con especial prodigalidad.
Marcelo ingresó conducido por guardas selectos en cuanto a su mayor crueldad, los que
le propinaban golpes y le ridiculizaban con anticipación a los horrores de la pena final. Al dirigir
su mirada resuelta y serena alrededor del vasto círculo de rostros de hombres y mujeres, a cual
más duro, cruel y despiadado, contempló satisfecho esa arena en donde millares de cristianos le
habían antecedido en la partida instantánea a reunirse a las gloriosas huestes de mártires que por
siempre adoran alrededor del trono. Su mente volvía a aquellos niños cuyo sacrificio él había
presenciado aun desde las tinieblas, reviviendo en él ahora el himno triunfal con que ellos
desfilaron:
Al que nos amó,
Y nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre.
Llegó el momento en que los guardas trabaron de él con derroche de rudeza, la cual por
no resistirles no merecía, y le condujeron a la pira, a la cual le amarraron con fuertes cadenas,
que hicieron imposible el escape en que él no pensó.
Más bien se le oyó musitar, "Estoy listo para ser ofrecido... y el tiempo de mi partida ha
llegado. . . Por lo demás me está guardada la corona de justicia que el Señor, juez justo, me dará
hoy."
Aplicaron la antorcha que originaba enormes llamas, y densas nubes de humo ocultaban
al mártir momentáneamente. Al aclarar, se le vio erguido en medio del fuego, elevados el rostro
y las manos al cielo.
Las llamas se intensificaban y crecían alrededor de. él. Más y más se le acercaban, y
fogatas devoradoras Je envolvían en círculos de fuego. De pronto le cubría un velo de humo, que
luego desaparecía ante el azote potente de las lenguas de fuego.
Empero el mártir permanecía erguido, sufriendo con calma y serenidad la pavorosa
agonía como asido de su Salvador. Allí El descendió ante la fe de su mártir, aunque nadie más le
vio; siendo que su brazo eterno no se había acortado de en rededor de su seguidor fiel hasta esta
muerte, inspirado y sostenido por su Espíritu.
Las llamas ya no sólo crecían y se acercaban al mártir sino que él se tornó en llama. La
vida fue violentamente atacada hasta ser arrebatada, y las alas del espíritu se dispusieron a
trasladarla fuera del dolor y de la muerte al paraíso.
La víctima al fin se sobresaltó convulsivo, como si le traspasara irresistiblemente un dolor
más agudo, al que por último conquistó. Levantó los brazos en alto, y los agitó débilmente.
Luego en postrer esfuerzo lanzó un agónico clamor en voz clara al oído de todos: "¡Victoria!"