Page 71 - El Mártir de las Catacumbas
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Porque ellos son dignos.

                      Así, Señor Dios todopoderoso,
                      Tus juicios -son justos y verdaderos.

                      Pero ahora los murmullos y los gritos y clamores cundieron por todas partes. Y no tardó
               en desaparecer la causa de la perturbación.

                      -Era  uno  de  esos  malditos  cristianos.  Era  el  fanático  Cina.  Lo  habían  tenido  recluido
               cuatro días sin darle alimentos. ¡Sacadlo! ¡Afuera con él! ¡Echadlo al tigre!
                      Los  clamores  y  las  maldiciones  surgían  de  todas  partes,  tornándose  un  solo  y  enorme
               estruendo. El tigre saltaba alrededor más frenéticamente. Los guardas escucharon las palabras de
               la multitud y se apresuraron a obedecer.
                      No tardaron en abrirse las rejas. Y la víctima fue arrojada al ruedo. Temeroso, macilento
               y en extremo pálido, avanzó hacia el centro con pasos trémulos. Sus ojos mostraban un brillo
               extraordinario, sus mejillas ardían enrojecidas, su cabello descuidado y su larga barba se veían
               enmarañados en una sola masa.

                      El  tigre  al  verlo  se  encaminó  saltando  hacia  él.  Empero, a  una  corta  distancia  la fiera
               embravecida se agazapó. El niño, que había estado de rodillas, se puso en pie y miró. Por su
               parte Cina no veía tigre alguno. Sus miradas se dirigían a la turba, y agitando en alto su brazo
               macilento, clamó muy alto y en los mismos tonos admonitivos:
                      -¡Ay, ay, ay de los habitantes de la tierra!

                      Su voz fue acallada por torrentes de sangre. No hubo sino un salto, una caída, y ante los
               ojos humanos, nada más.
                      Y ahora el tigre se encaminó hacia el niño. Su sed de sangre habíase excitado. Su pelaje
               erecto, flameantes los ojos, y azotándose con la cola, se mantenía inmóvil frente a su presa.
                      El niño vio llegar su porción última en la tierra, y nuevamente se arrodilló. El populacho
               enmudeció y quedó extático, preso de profunda excitación y en ansiosa espera de la nueva escena
               sanguinaria.  Aquel  hombre  que  había  estado  contemplando  atentamente,  ahora  se  levantó  y
               permaneció  de  pie,  aún  contemplando  la  escena  que  se  desarrollaba  abajo.  De  detrás  de  él
               salieron  inmediatos  gritos  que  seguían  en  aumento  de  número  y  volumen:  -¡Abajo,  abajo,
               siéntate! ¡No impidas la vista!
                      Pero  el  hombre,  sea  que  no oía  o bien intencionalmente,  no  hacía  caso. Finalmente el
               ruido creció tanto  que llamó la atención de los oficiales que estaban abajo, quienes voltearon
               para ver cuál era la causa.
                      Lúculo  naturalmente  fue  uno  de  ellos.  Habiendo  volteado  a  mirar,  vio  toda  la  escena.
               Detuvo brevemente su mirada y palideció a muerte.
                      -¡Marcelo!  -exclamó  él.  Por  un  momento  casi  cayó  hacia  atrás,  pero  no  tardó  en
               recuperarse y se dirigió apresuradamente a la escena del disturbio.
                      Pero  ahora  había  estallado  un  murmullo  profundo  entre  el  gentío.  El  tigre  que  había
               estado paseándose alrededor del niño una y otra vez, azotándose él mismo con creciente furia,
               ahora se había agazapado en preparativos para dar su final zarpazo.
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