Page 72 - El Mártir de las Catacumbas
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El niño se levantó. En su rostro resplandecía una expresión angelical. Sus ojos despedían
               destellos  de  sublime  entusiasmo.  El  ya  no  veía  esta  arena,  ni  las  murallas  gigantescas  que  le
               rodeaban, ni tampoco las largas hileras de asientos y las innumerables caras hostiles; ya no veía
               los  implacables  ojos  de  los  crueles  espectadores,  ni  menos  la  forma  gigantesca  del  salvaje
               enemigo.

                      Su espíritu ya parecía ingresar victorioso por las puertas de oro de la Nueva Jerusalén, y
               la gloria inefable del pleno día de los cielos le inundó el rostro de sus fulgores.

                      -¡Madre, vengo contigo, ¡Señor Jesús, recibe mi espíritu!
                      Esas palabras sonaron con toda nitidez y claridad en el oído de aquella multitud. Todos
               permanecieron en quietud sepulcral, y el tigre saltó. Los siguientes momentos no hubo más que
               una masa que se removía cubierta a medias por una nube de polvo.
                      La lucha concluyó. El tigre regresó; la arena había sido teñida de rojo, y sobre ella yacían
               los despojos mutilados del real y noble Polio.
                      Una  vez  al  amparo  del  silencio  que  siguió,  se  dejó  oír  un  clamor  que  tenía  toda  la
               intensidad de una trompeta que sobrecogió a cada uno de los presentes:

                      -Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh sepulcro, tu victoria?... Gracias sean
               a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo.

                      Mil hombres se levantaron simultáneamente en arranques de ira e indignación. Mil manos
               se levantaron señalando hacia el atrevido intruso.
                      -¡Un  cristiano!  ¡Un  cristiano!  ¡A  las  llamas  con  él!  ¡Echadlo  al  tigre!  ¡Arrojadlo  a  la
               arena!
                      Con tales gritos contestó todo el gentío a la voz admonitiva.

                      Lúculo se hizo presente en el lugar en el momento preciso para rescatar a Marcelo de la
               turba enfurecida de romanos que se aprestaban a despedazarlo. Diríase que el tigre silvestre que
               estaba  en  la  arena  no  estaba  tan  enfurecido  y  tan  sediento  de  sangre  como  lo  estaban  ellos.
               Lúculo se precipitó impetuosamente entre todos, cual guarda de fieras salvajes.
                      Atemorizados por su autoridad se volvieron atrás, habiéndose acercado los soldados.

                      Lúculo no pudo hacer más que entregarles a Marcelo, y condujo la compañía fuera del
               anfiteatro.
                      Una  vez  afuera  se  hizo  cargo  él  mismo  del  prisionero.  Los  soldados  le  siguieron  a
               distancia.
                      -¡Ay, Marcelo, Marcelo! ¿No es una locura que expongas así tu vida?

                      -Yo hablé por un impulso del momento. ¡Pues aquel niño a quien yo amaba tanto moría
               ante mis ojos! ¡No pude contener mi propio ímpetu! ¡De eso me complazco y estoy muy lejos de
               arrepentirme! ¡Pues también estoy listo a ofrecer mi vida por mi Rey y mi Dios!

                      -Yo  no  puedo  entrar  en  razones  contigo.  ¡Tus  actos  sobrepujan  todo  argumento  y
               entendimiento!
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