Page 77 - El Mártir de las Catacumbas
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Había sido el aliento postrero de está vida, y cayó hacia adelante inflamado en llamas; y
               el espíritu de Marcelo "había partido a estar con Cristo, lo cual es mucho mejor.”


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               LUCULO

               La memoria del justo será bendita.

                    Un espectador hubo en aquella escena de tortura y de muerte cuyo rostro, que experimentaba
               la más profunda agonía, siempre estuvo fijo en Marcelo, cuyos ojos fueron ojos que vieron cada
               uno  de  los  actos  y  expresiones  de  la  víctima,  y  cuyos  oídos  recogieron  cada  palabra.  Largo
               tiempo después que todos habían partido, él permanecía inmóvil, siendo el único ser humano en
               el enorme círculo de asientos vacíos. Al final se levantó para irse.
                      Lejos se hallaba él de la elasticidad característica de sus pasos. Se desplazaba con aire
               cabizbajo y débilísimo; su mirada de abstracción y el dolor del que todo él se hallaba embargado,
               lo  hacían  parecer  a  uno  que  había  sido  repentinamente  víctima  de  una  dolencia  mortal.  Hizo
               señales a algunos de los guardas, quienes le abrieron los portales que conducían a la arena.
                    —Traedme acá una urna cineraria —dijo al personal que se hallaba en las inmediaciones, al
               mismo tiempo que se encaminaba hacia las ascuas que ya se extinguían.
               Unos cuantos fragmentos de huesos carbonizados y hechos polvo por la violencia de las llamas
               era todo lo que quedaba del cuerpo de Marcelo.
               Tomando silenciosamente la urna que le alcanzó uno de los guardas admirado, Lúculo empezó a
               reunir todos los fragmentos humanos y el polvo que pudo encontrar.
               En  el  momento  que  se  ausentaba,  se  le  apersonó  un  anciano,  ante  quien  se  detuvo
               mecánicamente.
                      — ¿Qué quieres pedirme? —le dijo cortésmente.
                    —Me  llamo  Honorio.  Soy  uno  de  los  ancianos  de  los  cristianos.  Un  amigo  nuestro  muy
               querido  fue  sacrificado  en  este  lugar  esta  noche,  y  he  venido  confiando  que  se  me  permitirá
               recoger sus cenizas.
                    Lúculo  le  contestó  con  afabilidad,  —Es  un  acierto  que  te  hayas  dirigido  a  mí,  venerable
               maestro. Si tú hubieras descubierto tu nombre a otro, habrías sido capturado en el acto, porque se
               está ofreciendo un rescate por ti. Pero no te puedo conceder el pedido que me haces. Marcelo
               murió,  y  sus  escasas  cenizas  las  tengo  en  esta  urna.  Serán  depositadas  en  una  tumba  en  el
               mausoleo de mi familia con todas las ceremonias de honor, porque fue él mi más querido amigo,
               y su pérdida hace de esta tierra un desierto para mí, y del resto de mi vida la carga más penosa.
               Honorio  balbució  con  profundo  entusiasmo,  —Comprendo  que  tú  no  puedes  ser  otro  sino
               Lúculo, de quien siempre le oí hablar palabras de afecto.
                    —Yo soy. Jamás hubo dos amigos más leales que nosotros. Si hubiera sido posible, yo le
               habría evitado el sacrificio. Jamás habría sido detenido él, si él mismo no se hubiese arrojado en
               las  manos  de  la  ley,  como  lo  hizo.  ¡Oh,  destino  inescrutable!  Precisamente  cuando  yo  había
               tomado todas las disposiciones para que jamás pudiera él ser capturado, pero él en persona se
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