Page 75 - El Mártir de las Catacumbas
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he experimentado. Ellos no han conocido el amor de Dios que brota en sus corazones para darles
nuevos sentimientos, esperanzas y deseos. Para ellos sencillamente simpatizar con los cristianos
y ayudarles es una cosa buena; empero para el cristiano que es lo suficiente vil para abjurar de su
fe y negar a su Salvador que lo redimió, nunca habrá suficiente generosidad en el corazón y en su
alma de traidor para ayudar a sus hermanos abandonados.
-Entonces, Marcelo, no me queda sino una sola oferta más que te puedo hacer, y me iré.
Es una última esperanza. No sé si será posible o no. Sin embargo, yo lo intentaré, si sólo pudiera
lograr que dieras tu consentimiento. Se trata de esto. Tú no necesitas abjurar de tu fe; no
necesitas ofrecer sacrificios a los dioses; no necesitas hacer la menor cosa que tú desapruebes.
Dejemos que se olvide el pasado. Regresa otra vez no de corazón desde luego, sino en
apariencia, a lo que eras antes. Tú eras un alegre y festivo soldado dedicado al cumplimiento de
tu deber. Nunca tomaste parte en los servicios religiosos. Rara vez estuviste presente en los
templos. Tú pasabas el tiempo en el cuartel, y tus devociones eran de carácter privado. Tú hacías
acopio de sabiduría de los libros escritos por los filósofos y los sacerdotes. Haz todo esto nue-
vamente. Sencillamente vuelve a tus deberes.
-Preséntate nuevamente en público juntamente conmigo; nuevamente volvamos a
nuestras amigables conversaciones, y dedícate a tus antiguos objetivos en la vida. Esto será muy
fácil y agradable de hacer y no requiere nada que sea ruin y desagradable. Las altas autoridades
pasarán por alto tu ausencia y tu mal proceder, y si ellos no quieren que vuelvas a ocupar tus
anteriores honores, con todo puedes ser puesto nuevamente en el mando de tu legión. Todo irá
bien. Se necesitará un poco de discreción, un cuerdo silencio, una aparente vuelta a tu antiguo
turno de deberes. En el caso de que permanecieses en Roma, se pensará que las noticias de tu
conversión al (cristianismo eran erróneas; y si sales al exterior, no se sabrá nado más.
-No, Lúculo; aun cuando yo consintiera en el plan que tú propones, no sería factible, por
muchas razones. Se han hecho proclamas sobre mí; se han ofrecido recompensas por mi
aprehensión; y sobre todo, mi última aparición en el Coliseo ante el mismo emperador fue
suficiente para descartar toda esperanza de perdón. Pero yo no puedo consentirlo. A mi Salvador
no se le puede adorar de esta manera. Sus seguidores le deben confesar abiertamente. El dice, "El
que me confesare delante de los hombres, el hijo del hombre le confesará delante de los ángeles
de Dios." Pues negarle en mi vida o en mis actos exteriores es precisamente lo mismo que
negarle en la manera formal que prescribe la ley. Esto pues no puedo hacerlo yo. Aquel que a mí
me amó primero, yo lo amo, porque El al amarme puso su vida en mi lugar. Mi más sublime
gozo es proclamarle delante de los hombres; morir por El será el acto más noble que yo pueda
hacer, y la corona de mártir será mi recompensa más gloriosa.
Lúculo no dijo nada más, habiéndose convencido de que toda persuasión era inútil. El
resto del tiempo lo pasaron en conversación sobre otras cosas. Marcelo no desperdició estos
últimos momentos preciosos que él pasó con su amigo. Expresándole la más profunda gratitud
por su noble y generoso afecto, procuró recompensarle explicándole y familiarizándole con el
más elevado tesoro que el hombre puede poseer: la fe en Cristo Jesús.
Lúculo le escuchaba pacientemente, más por amistad que por interés. Con todo, por lo
menos algunas de las palabras de Marcelo quedaron indeleblemente impresas en su memoria.
El siguiente día se realizó el juicio correspondiente. Fue sumario y formal. Marcelo se
mostró inconmovible y recibió su condena con actitud apacible. Se determinó la tarde de aquel