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CAPITULO  XI
            LA  CONQUISTA  DE  LOS  AIMARAS;  PERDONAN  A  LOS  CURACAS.
                         PONEN  MOJONERAS  EN  SUS  TERMINOS



            DESPACHADA  LA  gente,  se  fue  el  Inca  a  un  pueblo  de  los  de  la  misma
                  provincia  Aimara,  llamado  Huaquirca,  que  hoy  tiene  más  de  dos  mil
            casas,  de donde  envió mensajeros  a  los  caciques  de  Umasuyu.  Mandólos  pare-
            ciesen  ante  él,  que  como  hijo  del  Sol  quería  averiguar  las  diferencias  que
            entre  ellos  y sus  vecinos,  los  de  Aimara,  había  sobre  los  pastos  y  dehesas,  y
            que los  esperaba en Huaquirca para les  dar leyes  y ordenanzas  en que  viviesen
            como hombres de razón,  y  no  que  se  matasen  como  brutos  animales  por cosa
            <le  tan  poca  importancia  como  eran  los  pastos  para  sus  ganados,  pues  era
            notorio  que  los  unos  y  los  otros  tenían  donde  los  apacentar  bastantemente.
            Los  curacas  de  Umasuyu,  habiéndose  jumado  para  consultar  la  respuesta,
            porque  fuese  común,  pues  el  mandato  lo  había  sido,  dijeron  que  ellos  no
            habían menester al  Inca  para ir donde  él  estaba;  que si  el  Inca los había  me•
            nester  fuese  a  buscarlos  a  sus  tierras,  donde  le  esperaban  con  las  armas  en
            las  manos,  y  que  no  sabían  si  era hijo  del  Sol  ni  conocían  por su  Dios  al  Sol,
            ni  lo  querían,  que  ellos  tenían  dioses  naturales  de  su  tierra  con  los  cuales  se
            hallaban  bien  y  que  no  deseaban  otros  dioses;  que  el  Inca  diese  sus  leyes  y
            premáticas  a  quien  las  quisiese  guardar,  que  ellos  tenían  por  muy  buena  ley
            tomar por las  armas  lo que  hubiesen menester y quitárselo  por fuerza  a  quien-
            quiera  que lo  tuviese,  y por ellas  mismas  defender  sus  tierras  al  que  quisiese
            ir  a  ellas  a  los  enojar;  que  esto  daban  por  respuesta,  y  si  el  Inca  quisiese
            otra, se  la  darían  en  el campo  como  valientes  soldados.
                El  Inca  Cápac  Yupanqui  y  sus  maeses  de  campo,  habiendo  considerado
            la  respuesta  de los  Umasuyus,  acordaron  que  lo  más  presto  que  fuese  posible
            diesen  en  sus  pueblos,  para  que,  tomándolos  desapercibidos,  domasen  su  atre-
            vimiento  y  desvergüenza,  con  el  miedo  y  asombro  de  las  armas  más  que  con
            el  daño  de  ellas,  porque,  como  se  ha  dicho,  fue  ley  y  mandato  expreso  del
            primer  Inca  Manco  Cápac,  para  todos  los  Reyes  sus  descendientes,  que  en
            ninguna  manera  derramasen  sangre  en  conquista  alguna  que  hiciesen,  si  no
            fuese  a más  no  poder,  y  que  procurasen  atraer  los  indios  con  caricias  y  bene.
            fidos  y  buena  maña,  porque  así  serían  amados  de  los  vasallos  conquistados
            por  amor,  y  al  contrario  serían  aborrecidos  perpetuamente  de  los  rendidos  y
            forzados  por las  armas.  El  Inca  Cápac  Yupanqui,  viendo  cuán  bien  le  estaba
            guardar  esta  ley  para  el  aumento  y  conser\'ación  de  su  reino,  mandó  aperci-
            bir con  toda  diligencia  ocho  mil  hombres,  los  más  escogidos  de  todo  su  ejér-
            cito, con  los  cuales,  caminando  día  y  noche,  se  puso  en muy  breve  tiempo  en
            la  provincia  de  Umasuyu,  donde  los  enemigos,  descuidados,  no  le  esperaban
            en  más  de  un  mes,  por  el  grande  ejército  y  muchas  dificultades  que  consigo
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