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Mi excitación me produjo una fuerte hemorragia nasal.

                  Heathcliff seguía riendo y yo gritando. No acierto a imaginarme

                  en qué hubiera terminado todo aquello a no haber intervenido


                  una persona más serena que yo y más bondadosa que

                  Heathcliff. Zillah, la robusta ama de llaves, apareció para ver lo

                  que sucedía. Y, suponiendo que alguien me había agredido, y

                  no osando increpar a su amo, dirigió los tiros de artillería contra


                  el más joven:


                  —No comprendo, señor Earnshaw —exclamó— qué

                  resentimientos tiene usted contra este semejante. ¿Va usted a


                  asesinar a las gentes en la propia puerta de su casa? ¡Nunca

                  podré estar a gusto aquí! ¡Pobre muchacho! Está a punto de

                  ahogarse. ¡Chis, chis! No puede usted irse en ese estado. Venga,

                  que voy a curarle. Estese quieto.



                  Y, hablando así, me vertió sobre la nuca un recipiente lleno de

                  agua helada, y luego me hizo pasar a la cocina. El señor

                  Heathcliff, vuelto a su habitual estado de mal humor después


                  de su explosión de regocijo, nos seguía.


                  El desmayo que yo sentía como secuela de todo lo sucedido me

                  obligó a aceptar alojamiento entre aquellos muros. Heathcliff


                  mandó a Zillah que me diese un vaso de brandy, y se retiró a

                  una habitación interior. Ella vino con lo ordenado, que me

                  reanimó bastante, y luego me acompañó hasta una alcoba.













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