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misma idea de por dónde se va a mi casa que la que usted

                  pueda tener para ir a Londres.


                  —Vaya usted por el mismo camino que vino —me contestó,


                  sentándose en una silla, y poniendo ante sí el libro y una bujía.

                  —El consejo es muy simple, pero no puedo darle otro.


                  —En este caso, si mañana le dicen que me han hallado muerto

                  en una ciénaga o en una zanja llena de nieve, ¿no le remorderá


                  la conciencia?


                  —¿Por qué habría de remorderme? No puedo acompañarle.

                  Ellos no me dejarían ni siquiera ir hasta la verja.



                  —¡Oh! Yo no le pediría por nada del mundo que saliese, para

                  ayudarme, en una noche como ésta. No le pido que me enseñe

                  el camino, sino que me le indique de palabra o que convenza al


                  señor Heathcliff de que me proporcione un guía.


                  —¿Qué guía? En la casa no estamos más que él, Hareton Zillah,

                  José y yo.


                  ¿A quién elige usted?



                  —¿No hay mozos en la finca?


                  —No hay más gente que la que digo.


                  —Entonces, me veré obligado a quedarme.


                  —Eso es cosa de usted y su huésped, yo no tengo nada que ver


                  con eso.











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