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C A P Í T U L O III
Mientras subía las escaleras delante de mí, la mujer me
aconsejó que ocultase la bujía y procurase no hacer ruido,
porque su amo tenía ideas extrañas acerca del aposento donde
ella iba a instalarme, y no le agradaba que nadie durmiese allí.
Le pregunté los motivos, pero me contestó que sólo llevaba en
la casa dos años, y que había visto tantas cosas raras, que no
sentía deseo alguno de curiosear más.
Por mi parte, la estupefacción no me dejaba lugar a
averiguaciones. Cerré, pues, la puerta, y busqué el lecho. Los
muebles se reducían a una percha, una silla y una enorme caja
de roble, con aperturas laterales. Me aproximé a tan extraño
mueble, y me cercioré de que se trataba de una especie de
lecho antiguo, sin duda destinado a suplir la falta de una
habitación separada para cada miembro de la familia. El
tálamo formaba de por sí una pequeña habitación, y el alféizar
de la ventana, contra cuya pared estaba arrimado, servía de
mesa.
Hice correr una de las tablas laterales, entré llevando la luz,
cerré y sentí la impresión de que me hallaba a cubierto de la
vigilancia de Heathcliff o de cualquier otro de los habitantes de
la casa.
Puse la bujía en el alféizar de la ventana. Había allí, en un
ángulo, varios libros polvorientos, y la pared estaba cubierta de
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