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—Pero no por orden tuya —se apresuró a responder Hareton. —
Mejor es que te calles.
—Bueno; pues, entonces, ¡así el espíritu de ese hombre te
persiga hasta tu muerte, y así el señor Heathcliff no encuentre
otro inquilino para su granja hasta que ésta se derrumbe! —dijo
ella con acritud.
—¡Está maldiciendo! —murmuró José, hacia quien yo me dirigía
en aquel momento.
El viejo, sentado, ordeñaba las vacas a la luz de una linterna. Se
la quité, y, diciéndole que se la devolvería al día siguiente, me
precipité hacia una de las puertas.
— ¡Señor, señor, me ha robado la linterna! —gritó el viejo,
corriendo detrás de mí. —¡Gruñón, Lobo! ¡Duro con él!
En el instante en que se abría la puertecilla a la que me dirigía,
dos peludos monstruos se arrojaron a mi garganta,
derribándome. La luz se apagó. Heathcliff y Hareton
prorrumpieron en carcajadas. Mi humillación y mi ira llegaron al
paroxismo. Afortunadamente, los animales se contentaban con
arañar el suelo, abrir las fauces y mover furiosamente el rabo.
Pero no me permitían levantarme, y hube de permanecer en el
suelo hasta que a sus villanos dueños se les antojó. Cuando
estuve en pie, conminé a aquellos miserables a que me dejasen
salir, haciéndoles responsables de lo que sucediera si no me
atendían, y lanzándoles apóstrofes que en su incoherente
violencia hacían recordar los del rey Lear.
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