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«Padre —exclamé—, sentado entre estas cuatro paredes he

                  aguantado y perdonado las cuatrocientas noventa divisiones

                  de su sermón. Setenta veces siete cogí el sombrero para


                  marcharme y setenta veces siete me ha obligado  a volverme a

                  sentar. Una vez más es excesivo. Hermanos de martirio, ¡duro

                  con él! Arrastradle y despedazadle en partículas tan pequeñas,

                  que no vuelvan a encontrarse ni sus rastros»



                  «Tú eres el Hombre —gritó Jabes, después de un silencio

                  solemne.


                  —Setenta veces siete te he visto hacer gestos y bostezar.


                  Setenta veces siete consulté mi conciencia y encontré que todo

                  ello merecía perdón. Pero el primer pecado de los setenta y uno

                  ha sido cometido ahora, y esto es imperdonable. Hermanos,


                  ejecutad con él lo que está escrito. ¡Honor a todos los santos!»

                  Tras esta conclusión, los concurrentes enarbolaron sus báculos

                  de peregrino y se arrojaron sobre mí. Al verme desarmado,

                  entablé una lucha con José, que fue el primero en acometerme,


                  para quitarle su garrote. Se cruzaron muchos palos, y algunos

                  golpes destinados a mí cayeron sobre otras cabezas. Todos se

                  apaleaban entre sí, y la iglesia retumbaba al son de los golpes.

                  Branderham, por su parte, descargaba violentos manotazos en


                  las tablas del púlpito, y tan vehementes fueron, que acabaron

                  por despertarme.


                  Comprobé que lo que me había sugerido tal tumulto era la


                  rama de un abeto que batía contra los cristales de la ventana








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