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—¿Cómo voy a dejarte entrar —dije, por fin—, si no me sueltas la

                  mano? El fantasma aflojó su presión. Metí precipitadamente la

                  mano por el hueco del vidrio roto, amontoné contra él una pila


                  de libros y me tapé los oídos para no escuchar la dolorosa

                  súplica. Estuve así alrededor de un cuarto de hora; pero en

                  cuanto volvía a escuchar, oía el mismo ruego lastimero.



                  —¡Márchate! —grité. —¡No te abriré aunque me lo estés pidiendo

                  veinte años seguidos!


                  —Veinte años han pasado —musitó. —Veinte años han pasado

                  desde que me perdí.



                  Empezó a empujar levemente desde fuera. El montón de libros

                  vacilaba. Intenté moverme, pero mis músculos estaban como

                  paralizados, y, en el colmo del horror, grité.



                  El grito no había sido soñado. Con gran turbación sentí que

                  unos pasos se acercaban a la puerta de la alcoba. Alguien la

                  abrió, y por aperturas del lecho percibí luz. Me senté en la cama,

                  sudoroso, estremecido aún de miedo. El que había entrado


                  murmuró algunas palabras como si hablase solo, y luego dijo,

                  en el tono de quien no espera recibir respuesta alguna:


                  —¿Hay alguien ahí?


                  Reconocí la voz de Heathcliff, y comprendiendo que era


                  necesario revelarle mi presencia, ya que si no buscaría y

                  acabaría encontrándome, descorrí las tablas del lecho. Tardaré

                  en olvidar el efecto que le produjo.









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