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salga al patio, porque los perros están sueltos. Ni al salón,
porque June está allí de vigilancia. De modo que tiene que
limitarse a andar por los pasillos y las escaleras. No obstante,
váyase. Yo seré con usted dentro de dos minutos.
Obedecí y me alejé de la habitación cuanto pude, pero como no
sabía adónde iban a parar los estrechos pasillos, me detuve, y
entonces asistí a unas demostraciones supersticiosas que me
extrañaron, tratándose de un hombre tan práctico, al parecer,
como mi casero.
Había entrado en el lecho, y de un tirón abrió la ventana,
mientras estallaba en sollozos.
—¡Ven, Catalina! —decía—, ¡Ven! Te lo suplico una vez más. ¡Oh
amada de mi corazón, ven, ven al fin!
Pero el fantasma, con uno de los caprichos de todos los
espectros, no se dignó aparecer. En cambio, el viento y la nieve
entraron por la ventana y me apagaron la luz.
Tanto dolor y tanta angustia se transparentaban en la crisis
sufrida por aquel hombre, que me retiré, reprochándome el
haberle escuchado y el haberle relatado mi pesadilla, que le
había afectado de tal manera por razones a que no alcanzaba
mi comprensión. Descendí al piso bajo y llegué a la cocina,
donde pude encender la bujía en el rescoldo de la lumbre. No se
veía allí ser viviente, excepto un gato que salió de entre las
cenizas y me saludó con un lastimero maullido.
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