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Hablamos muy poco. A la entrada del parque de la granja,
Heathcliff se detuvo, me dijo que suponía que ya no me
extraviaría, y con una simple indicación de la cabeza nos
despedimos. En la portería no había nadie, y recorrer las dos
millas que distaban hasta la granja me costó dos horas, dadas
las muchas veces que equivoqué el camino, extraviándome en
la arboleda y hundiéndome, en ocasiones, en nieve hasta la
nuca. El reloj daba las doce cuando llegué a mi casa. Había
caminado a razón de un kilómetro y medio por hora desde que
salí de Cumbres Borrascosas.
Mi ama de llaves y sus satélites acudieron tumultuosamente a
recibirme, y me aseguraron que me daban por muerto y que
pensaban en ir a buscar mi cadáver entre la nieve. Les aconsejé
que se calmaran, puesto que al fin había regresado. Subí
dificultosamente las escaleras y entré en mi habitación. Estaba
entumecido hasta los huesos. Me cambié de ropas y paseé por
la estancia treinta o cuarenta minutos para entrar en calor y
luego me instalé en el despacho, tal vez demasiado lejos del
alegre fuego y el humeante café que el ama de llaves había
preparado con objeto de hacerme reaccionar.
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