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--Caminar hacia el vertedero desde Kansas era como



                   2.


                   entrar en un extraño cinturón de asteroides. El cinturón de basuroides. Al
                principio no había sino matorrales que brotaban del suelo esponjoso. De pronto,
                uno veía el primer basuroide: una lata oxidada o una botella de gaseosa, llena de
                bichos atraídos por los restos de la bebida. Después, un brillante destello de sol,
                despedido por un trozo de papel de aluminio que colgaba de un árbol. se podía ver
                algún somier (o tropezar con él, si uno no andaba con cuidado) o algún hueso
                llevado por algún perro para mascar hasta el aburrimiento.
                   El vertedero no era tan feo; por el contrario, tenía cierto interés, pensó Beverly.
                Lo horrible (lo que daba un poco de miedo) era el modo en que se había
                extendido, creando aquel cinturón de basuroides.
                   Ya estaba cerca. Los árboles eran más grandes, casi todos abetos, y los
                matorrales iban raleando. Las gaviotas graznaban con sus voces agudas y
                quejosas; el aire estaba denso con el olor a quemado.
                   De pronto, a la derecha de Beverly, inclinada contra la base de un árbol,
                apareció una herrumbrada nevera Amana. Beverly le echó un vistazo, recordando
                al policía que había ido a darles una charla en tercer grado. Les había dicho que
                algunas cosas echadas como las neveras, eran peligrosas; algunos niños solían
                meterse dentro para jugar al escondite, por ejemplo, y allí podían morir asfixiados.
                Aunque para qué iba una a esconderse en una mugrienta...
                   Se oyó un grito, tan cerca que le hizo dar un salto, seguido por risas. Beverly
                sonrió. Después de todo, estaban allí. Habían dejado la casita por el olor a humo y
                estaban allí, tal vez rompiendo botellas a pedradas o recogiendo desperdicios.
                   Empezó a apretar el paso olvidando la raspadura de su rodilla en su ansiedad
                por verlos... por verlo a él, el de pelo rojo tan parecido al suyo, por si le sonreía
                con esa sonrisa que tanto la emocionaba. Se sabía demasiado joven como para
                amar a un chico; a su edad no se podían tener sino "enamoramientos", pero aun
                así amaba a Bill. Y apretó el paso, balanceando los patines en el hombro, mientras
                la goma del Bullseye marcaba un ritmo suave contra su nalga izquierda.
                   Estuvo a punto de salirles al encuentro antes de darse cuenta de que no se
                trataba de su grupo, sino del de Bowers.
                   Salió de entre los matorrales. El lado más empinado del vertedero estaba a unos
                setenta metros de distancia; una centelleante avalancha de basura yacía contra la
                pendiente del foso de grava. A la izquierda estaba la topadora de Mandy Fazio.
                Mucho más cerca, frente a sí, vio varios coches abandonados. A finales de mes se
                los recogía para enviarlos a Portland como chatarra, pero ese día había diez o
                doce, algunos sin ruedas, otros de lado, uno o dos volcados sobre el techo, como
                perros muertos. Estaban dispuestos en dos hileras. Beverly caminó por el pasillo
                escarpado, sembrado de desechos, entre los viejos automóviles, como una novia
                "punk" de años futuros, preguntándose ociosamente si podría romper algún
                parabrisas con el Bullseye. Uno de los bolsillos del pantaloncito azul estaba
                abultado por las municiones que usaba para practicar.
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