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ilustraciones no se veía demasiado. Bev observó que parecían tubitos colgados
                entre las piernas. El de Henry era pequeño y lampiño, pero Victor lo tenía bastante
                grande y rodeado de vello negro.
                   "Bill tiene una así", pensó. Y de pronto tuvo la sensación de que el cuerpo entero
                se le cubría de rubor; el calor la recorrió en una oleada que la dejó mareada, débil,
                casi enferma. En ese momento sintió algo muy parecido a lo que había
                experimentado Ben Hanscom el último día de clases al mirar su brazalete de
                tobillo que centelleaba al sol... pero él no había sufrido ese terror entremezclado.
                   Lanzó otra mirada atrás. El sendero entre los coches, que conducía al refugio de
                Los Barrens, parecía mucho más largo. Le dio miedo moverse. Si ellos sabían que
                ella había visto sus "cosas" probablemente le harían daño. "Mucho" daño.
                   Belch Huggins aulló de pronto, haciéndole dar un respingo. Henry chilló:
                   --¡Noventa centímetros! ¡En serio, Belch, eran -noventa centímetros! ¿No es
                cierto, Vic?
                   Vic asintió y todos rieron.
                   Beverly espió otra vez por detrás del Studebaker.
                   Patrick Hockstetter se había levantado a medias, de modo que tenía el culo casi
                metido bajo la cara de Henry. El otro tenía un objeto plateado y reluciente. Ella
                tardó un momento en darse cuenta de que se trataba de un encendedor.
                   --¿No dijiste que tenías uno en marcha? -protestó Henry.
                   --Y lo tengo -aseguró Patrick-. Ya te diré cuándo... ¡Prepárate! ¡Ya viene! ¡Aho...
                ahora!
                   Henry abrió el encendedor. En ese momento se oyó el inconfundible ruido de un
                buen pedo. No había forma de equivocarse, porque Beverly lo oía con bastante
                frecuencia en su propia casa, sobre todo los sábados por la noche, después de las
                salchichas con judías. En el momento en que Patrick se pedoneó y Henry accionó
                el encendedor, ella vio algo que la dejó boquiabierta: del trasero de Patrick parecía
                brotar directamente un chorro de llama azul, como la llama piloto de un calentador
                de gas.
                   Los chicos volvieron a bramar de risa, mientras Beverly se retiraba tras el coche,
                ahogando sus risitas. Si reía no era porque aquello la divirtiera. Era divertido, sí,
                pero sobre todo reía por una mezcla de profunda repulsión y espanto. Porque no
                conocía otro modo de medirse con lo que acababan de ver. Eso tenía alguna
                relación con las "cosas" de los chicos, pero no llegaba a ser el todo, ni siquiera la
                mayor parte de lo que sentía. Después de todo, sabía que los chicos tenían esas
                "cosas"; aquello podía considerarse como un vistazo de confirmación. Pero lo que
                estaban haciendo parecía tan extraño, ridículo y, al mismo tiempo, tan primitivo,
                que se descubrió, a pesar de su acceso de hilaridad, buscando a tientas el centro
                de sí misma, con cierta desesperación.
                   "Basta -pensó, como si ésa fuera la respuesta-. Basta, te van a oír. Basta ya,
                Bevvie."
                   Pero eso era imposible. Todo lo que podía hacer era reír sin usar las cuerdas
                vocales para que la carcajada brotase de ella bajo la forma de resoplidos casi
                inaudibles, con las manos pegadas a la boca y las mejillas como manzanas, los
                ojos anegados en lágrimas.
                   --¡Joder, eso duele! -aulló Victor.
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