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--¡Tres metros y medio! -vociferó Henry-. ¡Lo juro por la memoria de mi madre!
¡Tres metros y medio, tíos!
--¡Me importa una mierda! ¡Me has quemado el culo! -bramó Victor.
Hubo más risas.. Beverly, aún tratando de ahogar sus carcajadas detrás del
coche, pensó en una película que había visto por televisión. Se trataba de una
tribu de la selva que tenía un rito secreto. Quien lo veía era sacrificado a su dios,
que era un gran ídolo de piedra. Eso no le impidió seguir riendo, pero dio a sus
resoplidos un matiz casi frenético. Cada vez se parecían más a alaridos
silenciosos. Le dolía el estómago. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
3.
Si aquella calurosa tarde de julio, Henry, Victor, Belch y Patrick Hockstetter
acabaron pedoneándose en el vertedero fue a causa de Rena Davenport.
Henry conocía los efectos de consumir demasiadas alubias asadas. Ese efecto
estaba muy bien expresado en la breve estrofa que le había enseñado su padre
cuando aún llevaba pantalones cortos: "¡oh, alubias y flatulencia! ¡Cuantas más
comes, más ruido metes!"
Rena Davenport y su padre se entendían desde hacía casi ocho años. Ella era
gorda, cuarentona y desaseada. Henry imaginaba que algunas veces se acostaba
con su padre, aunque no lograba hacerse una idea de cómo alguien podía unir su
cuerpo al de Rena Davenport.
El orgullo de Rena eran sus alubias. Las dejaba en remojo durante la noche del
sábado y las horneaba a fuego lento durante todo el domingo. A Henry no le
disgustaban (después de todo, eran algo para llevarse a la boca y masticar), pero
después de ocho años cualquier cosa perdía su encanto.
Y Rena no se conformaba con hacer sólo un poco: preparaba alubias para
alimentar a un regimiento. Los domingos al anochecer, cuando aparecía con su
DeSoto verde (tenía un bebé de goma, desnudo, colgado del retrovisor, como si
fuera él linchado más joven del mundo), solía traer un cubo de hierro galvanizado
en el asiento trasero lleno de alubias humeantes. Esa noche comían los tres;
Rena, siempre elogiando su propia mano para la cocina, mientras el chalado de
Butch gruñía y mojaba el pan en el jugo o le ordenaba callarse si transmitían un
partido por radio y Henry se limitaba a comer, mirando por la ventana, perdido en
sus pensamientos. Ante un plato de aquellas alubias dominicales había concebido
la idea de envenenar al perro de Mike Hanlon. A la noche siguiente, Butch
recalentaba otro poco. Los martes y los miércoles, Henry llevaba un bote lleno de
alubias para comer en la escuela. Los jueves, viernes a más tardar, ni Henry ni su
padre podían probar una sola más. Los dos dormitorios de la casa olían a pedos
rancios a pesar de las ventanas abiertas. Entonces Butch tomaba los restos y los
mezclaba con otros sobrantes de comida para alimentar a "Bip" y "Bop", los dos
cerdos. El domingo Rena aparecería con otro cubo humeante y el ciclo volvería a
empezar.
Aquella mañana Henry había puesto una enorme ración de alubias en su
mochila. Las comieron entre los cuatro, a mediodía, sentados en el patio bajo la
sombra de un gran olmo.