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--Se te puso dura -apuntó Patrick. Por la voz, estaba sonriendo, cosa que no
extrañaba a Beverly. Patrick estaba loco, tal vez más loco que Henry, y los locos
no le tienen miedo a nada-. Yo lo vi.
Unos pasos crujieron en la grava, cada vez más cerca. Beverly levantó la vista
con los ojos dilatados. Por el viejo parabrisas del Ford vio la nuca de Henry.
Estaba mirando a Patrick, pero si se volvía...
--Si se lo dices a alguien, diré que eres marica -amenazó Henry-. Y luego te
mataré.
--No me asustas, Henry -dijo Patrick, riendo-. Pero a lo mejor no digo nada, si
me das un dólar.
Henry se volvió. Beverly ya no veía su nuca, sino un cuarto de su perfil. "Por
favor, Dios mío, por favor", rogó mientras la vejiga le palpitaba más y más.
--Si lo dices -dijo Henry con voz baja y amenazadora-, yo contaré lo que haces
con los gatos. Y con lo perros. Contaré lo de tu nevera. ¿Sabes qué pasará,
Hockstetter? Te llevarán a un manicomio.
Silencio.
Henry tamborileó con los dedos en el capó del Ford.
--¿Me oyes?
--Te oigo. -La voz de Patrick sonaba rencorosa y un poco asustada. Pero estalló-
: ¡Te gustó! ¡Se te puso dura! ¡Nunca he visto ninguna tan dura!
--Sí, supongo que has visto muchas, marica asqueroso. Pero acuérdate de la
nevera. Tu nevera. Y si te veo otra vez cerca de mí, te parto la cara.
Silencio.
Henry se alejó. Beverly giró la cabeza y lo vio pasar junto al volante del Ford. Si
él hubiese mirado hacia su izquierda la habría descubierto. Pero no miró. Un
momento después, sus pasos se alejaban por donde Victor y Belch habían
desaparecido.
Sólo quedaba Patrick.
Beverly esperó, pero nada ocurría. Pasaron cinco minutos. Su necesidad de
orinar ya era desesperante. Podría contenerse dos o tres minutos, no más. Y la
ponía nerviosa no saber dónde estaba patrick.
Volvió a espiar por el parabrisas y lo vio sentado allí. Henry se había dejado el
encendedor. Patrick había guardado sus libros en la pequeña mochila de lona que
le colgaba del cuello como si fuese un vendedor de periódicos, pero aún tenía los
pantalones y los calzoncillos caídos alrededor de los pies. Estaba jugando con el
encendedor. Encendía una llama casi invisible en el fulgor del día, cerraba la tapa
y volvía a empezar. Parecía hipnotizado. Una línea de sangre le corría desde la
comisura de la boca hasta el mentón. La mejilla se le estaba hinchando, pero él
parecía no darse cuenta. Una vez más, Beverly sintió asco. Patrick estaba loco,
claro que sí; nunca en su vida había tenido tantas ganas de alejarse de alguien.
Moviéndose con cuidado, reptó por debajo del volante, bajó a tierra y se deslizó
por detrás del Ford. Luego echó a correr por el mismo camino por donde había
venido. Cuando estuvo entre los pinos, detrás de los coches abandonados, miró
hacia atrás. Ya no había nadie. El vertedero dormitaba al sol. Sintió que la tensión
se le aflojaba en el pecho y el estómago, dejando sólo la urgencia de orinar.
Caminó apresuradamente unos pasos más y se apartó del sendero, a la
derecha. Tuvo los "shorts" desabotonados casi antes de que la maleza hubiese