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vuelto a cerrarse tras ella. Echó una mirada para asegurarse de que no había
                hiedra venenosa y se agachó, sujetándose de un tronco para no caer.
                   Mientras estaba subiéndose los pantaloncitos, oyó que unos pasos se
                acercaban desde el vertedero. Los matorrales sólo le permitieron ver un destello
                de loneta azul y el cuadriculado de una camisa escolar. Era Patrick. Volvió a
                agacharse esperando que él pasara rumbo a Kansas Street. El escondite era
                bueno, ya no tenía necesidad de orinar y Patrick estaba perdido en su propio
                mundo demencial. Cuando el chico desapareciese, ella retrocedería para dirigirse
                al club de los Perdedores.
                   Pero Patrick no pasó de largo. Se detuvo en el sendero, casi frente a ella, para
                mirar la herrumbrada nevera Amana.
                   Beverly podía observar a Patrick por un resquicio de los matorrales sin
                demasiado riesgo. Ahora que se había aliviado, volvía la curiosidad. Y si Patrick la
                descubría, ella estaba segura de correr más deprisa. El muchacho no era tan
                gordo como Ben, pero sí regordete. Sacó el tirachinas del bolsillo y puso cinco o
                seis municiones en el bolsillo de la pechera. Loco o no, un buen disparo a la rodilla
                lo detendría.
                   Se acordaba muy bien de esa nevera. Las había a montones en el vertedero,
                pero de pronto se dio cuenta de que era la única que Mandy Fazio no había
                desarmado, arrancándole el cierre y retirando la puerta.
                   Patrick comenzó a tatarear y a mecerse delante del viejo artefacto. Beverly sintió
                otro escalofrío. Era como en las películas de terror, cuando alguien trataba de
                llamar a un muerto para que saliera de la cripta.
                   ¿Qué se traía entre manos?
                   Si ella lo hubiera sabido, si hubiera sabido lo que iba a ocurrir cuando Patrick
                hubiera terminado su rito particular y abriera la puerta enmohecida, habría salido
                corriendo como alma que lleva el diablo.



                   5.


                   Nadie, ni siquiera Mike Hanlon, tenía la menor idea de lo chiflado que estaba
                Patrick Hockstetter. Tenía doce años y era hijo de un vendedor de pinturas. Su
                madre era una católica devota, que moriría de cáncer de mama en 1962, cuatro
                años después de que Patrick fuera consumido por la oscura entidad que existía en
                Derry y debajo de ella.
                   Su coeficiente de inteligencia, aunque bajo, estaba dentro de lo normal; el chico
                había repetido ya dos cursos: primero y tercero. Ese año asistía a las clases de
                verano para no repetir también quinto. Sus maestros lo tenían por alumno apático
                (así lo habían anotado varios, en las seis líneas escasas que el boletín de la
                escuela municipal reservaba para "comentario del profesor") y bastante
                perturbador (cosa que ninguno anotó, porque sus sensaciones eran demasiado
                difusas para expresarlas en seis líneas, ni siquiera en sesenta). Si hubiera nacido
                diez años después, algún psicólogo habría podido derivarlo a un tratamiento que
                quizá (o quizá no, puesto que Patrick era mucho más astuto que lo que indicaba
                su coeficiente intelectual) habría revelado las aterradoras profundidades ocultas
                tras esa fofa y pálida cara de luna.
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