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madre tenía el cadáver del bebé ante la puerta de la cocina, gritando a todo
                pulmón, con la ciega esperanza de que el aire frío lo reviviera; Patrick tuvo frío y
                sacó un suéter del armario). Había empezado "Patrulla de caminos", su favorita,
                cuando el señor Hockstetter volvió del trabajo. Cuando llegó el médico acababa de
                empezar "Dimensión desconocida". "¿Quién sabe qué extrañas cosas puede
                contener este universo?", especulaba Truman Bradley, mientras la madre de
                Patrick chillaba y se debatía entre los brazos de su esposo, en la cocina. El
                médico observó la profunda calma de Patrick, su mirada sin interrogantes, y
                supuso que estaba en estado de "shock". Quiso que tomara una píldora. A Patrick
                no le importó.
                   Diagnosticaron muerte por asfixia accidental. En años posteriores, esa fatalidad
                hubiera despertado dudas, pues se desviaba del síndrome observado
                habitualmente en las muertes infantiles. Pero, cuando ocurrió, la muerte fue
                registrada y el bebé sepultado. Patrick se sintió gratificado al comprobar que las
                cosas volvían al orden y sus comidas llegaban nuevamente en hora.
                   En la locura de aquella tarde y la noche siguiente (gente que entraba y salía,
                portazos, las luces de la ambulancia en la pared, los gritos de la señora
                Hockstetter) sólo el padre de Patrick estuvo a punto de descubrir la verdad. Estaba
                de pie junto a la cuna vacía, unos veinte minutos después de retirado el cadáver;
                simplemente estaba allí, sin poder convencerse de que hubiera ocurrido todo eso.
                Al mirar hacia abajo, vio un par de huellas en el suelo de madera. Habían sido
                dejadas por las botas amarillas de Patrick. Al mirarlas, un pensamiento horrible se
                elevó por un instante en su cerebro, como gas venenoso de un profundo pozo de
                mina. Su mano subió lentamente hasta su boca, mientras los ojos se agrandaban.
                En su mente comenzó a formarse una imagen. Antes de que pudiera cobrar
                nitidez, él abandonó el cuarto, cerrando la puerta tras de sí con tanta fuerza que el
                marco se astilló.
                   Nunca hizo pregunta alguna a Patrick.
                   Patrick nunca volvió a hacer nada parecido, aunque no habría sido incapaz de
                repetirlo. No sentía remordimientos ni tenía pesadillas. Con el correr del tiempo,
                sin embargo, fue cobrando conciencia de lo que le habría pasado si lo hubieran
                descubierto. Había reglas. Si uno no las respetaba, le ocurrían cosas
                desagradables... incluso podían encerrarlo o sentarlo en la silla eléctrica.
                   Pero el recuerdo de aquel entusiasmo, aquella sensación de color y calidez, era
                demasiado poderosa y maravillosa para renunciar por completo a ella. Patrick
                mataba moscas. Al principio se limitaba a aplastarlas con el matamoscas de su
                madre; más adelante descubrió que podía matarlas eficazmente con una regla de
                plástico. También descubrió la diversión del papel cazamoscas. Se podía comprar
                una larga cinta pegajosa en el mercado de la avenida Costello, por sólo dos
                centavos. A veces, Patrick pasaba hasta dos horas en el garaje, observando a las
                moscas que aterrizaban y forcejeaban por liberarse, las miraba con la boca abierta
                y los ojos polvorientos encendidos por ese raro entusiasmo; el sudor le corría por
                la cara redonda y el cuerpo gordo. Patrick mataba escarabajos, pero cuando era
                posible los capturaba con vida. A veces robaba una aguja larga del alfiletero de su
                madre, clavaba con ella a un escarabajo y se sentaba en el jardín, cruzado de
                piernas, para ver cómo moría. En esas ocasiones, su expresión era la de un niño
                leyendo un libro interesante. Cierta vez había descubierto a un gato atropellado
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