Page 226 - La sangre manda
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Jerome ha convertido el espacio situado encima del garaje de los Robinson en
un estudio y lo utiliza para trabajar en el libro sobre su tatarabuelo Alton,
también conocido como Black Owl. Está enfrascado en esa tarea esta tarde
cuando Barbara entra y le pregunta si lo interrumpe. Jerome dice que le
vendrá bien un descanso. Cogen unas Coca-Colas de la pequeña nevera
encajada bajo el techo abuhardillado.
—¿Dónde está Holly? —pregunta Barbara.
Jerome suspira.
—No «¿Cómo va el libro, J?». No «¿Has encontrado al labrador de color
chocolate, J?». Que sí he encontrado, dicho sea de paso. Sano y salvo.
—Bravo. ¿Y cómo va el libro, J?
—He llegado a la página noventa y tres —responde, y surca el aire con
una mano—. Viento en popa.
—Bravo también. Y ahora, dime: ¿dónde está?
Jerome se saca el teléfono del bolsillo, lo enciende y abre una aplicación
que se llama WebWatcher.
—Míralo tú misma.
Barbara observa la pantalla.
—¿El aeropuerto de Portland? ¿Portland, Maine? ¿Qué hace allí?
—¿Por qué no la llamas y se lo preguntas? —sugiere Jerome—. Solo
tienes que decir: «Jerome te ha colado un localizador en el teléfono,
Hollyberry, porque estamos preocupados por ti, así que, cuéntame, ¿en qué
andas metida? Suéltalo, chica». ¿Crees que le gustaría?
—Ni en broma —contesta Barbara—. Se cabrearía como una mona. Eso
sería un mal rollo, pero además le dolería, y eso sería aún peor. Por otra parte,
ya sabemos de qué va esto. ¿No?
Jerome había sugerido —solo sugerido— que Barbara podía echar un
vistazo al historial del ordenador de Holly en su casa cuando fuera a buscar
las películas para el trabajo de la escuela. Siempre y cuando, claro, Holly
usara en casa la misma contraseña que en la oficina.
Resultó que sí, y si bien a Barbara eso de mirar el historial de búsquedas
de su amiga le había parecido un comportamiento feo y rayano en el acoso, lo
había hecho. Porque Holly no era la de siempre desde el viaje a Oklahoma y
la visita posterior a Texas, donde había estado a punto de morir a manos de un
policía descarriado que se llamaba Jack Hoskins. En ese asunto había un
trasfondo que iba mucho más allá del peligro mortal de aquel día, y los dos lo
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