Page 98 - La sangre manda
P. 98

—No. Se lo he preguntado a diez o doce personas por lo menos. Nadie lo

               sabe. Según parece, nuestro Krantz es el Oz del Apocalipsis.
                    Marty se rio.
                    —¿Hacia dónde va usted, caballero?
                    —A  Harvest  Acres.  Un  sitio  muy  agradable.  Un  poco  apartado.  —Se

               llevó la mano al interior de la chaqueta, sacó una bolsa de tabaco y empezó a
               cebar la pipa.
                    —Igual que yo. Mi exmujer vive allí. Podríamos ir juntos.
                    El anciano se levantó con una mueca.

                    —Siempre y cuando no se ande con prisas. —Encendió la pipa echando
               bocanadas  de  humo—.  Artritis.  Tomo  unas  pastillas,  pero  cuanto  más
               arraigada la tengo, menos efecto me hacen.
                    —Mal rollo —dijo Marty—. Marque usted el paso.

                    El anciano así lo hizo. Era un paso lento. Se llamaba Samuel Yarbrough.
               Era el dueño y principal empleado de la funeraria Yarbrough.
                    —Pero lo que de verdad me interesa es la meteorología —dijo—. En mis
               años mozos, soñaba con ser hombre del tiempo en televisión, quizá incluso en

               una cadena nacional, pero, por lo que se ve, todas tienen predilección por las
               mujeres jóvenes con… —Se colocó las manos ahuecadas ante el pecho—. Así
               y todo, me mantengo al día, leo las revistas del sector y puedo contarle una
               cosa asombrosa. Si quiere oírla.

                    —Cómo no.
                    Llegaron al banco de una parada de autobús. En el respaldo, pintado con
               plantilla, se leía CHARLES KRANTZ, CHUCK ¡39 MAGNÍFICOS AÑOS!
               ¡GRACIAS, CHUCK! Sam Yarbrough tomó asiento y dio unas palmadas en

               el espacio contiguo al suyo. Marty se sentó. El viento arrastraba hacia él el
               humo de la pipa de Yarbrough, pero no le molestó. Le gustaba el olor.
                    —Como sabrá, la gente dice que el día tiene veinticuatro horas, ¿no? —
               preguntó Yarbrough.

                    —Y  la  semana,  siete  días.  Todo  el  mundo  lo  sabe,  incluso  los  niños
               pequeños.
                    —Pues  todo  el  mundo  se  equivoca.  Antes  el  día  estelar  tenía  veintitrés
               horas y cincuenta y seis minutos. Más unos cuantos segundos.

                    —¿Antes?
                    —Exacto.  Basándome  en  mis  cálculos,  que  le  aseguro  que  puedo
               demostrar, ahora un día tiene veinticuatro horas y dos minutos. ¿Sabe lo que
               quiere decir eso, señor Anderson?

                    Marty se detuvo a pensar.




                                                       Página 98
   93   94   95   96   97   98   99   100   101   102   103