Page 110 - Extraña simiente
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XVII






                    3 de octubre

                    No existía ninguna marca, ni piedra, ni cruz toscamente improvisada, que
               señalara el lugar donde estaba sepultado. Lo único que sabía Rachel era que el
               niño había sido enterrado «al norte de la casa». Rachel estaba asomada a la
               ventana del dormitorio, apartando con la mano la pesada cortina. Aunque no

               sabía  muy  bien  por  qué,  le  había  pedido  reiteradas  veces  a  Paul  que  le
               mostrara el lugar exacto, a lo que él siempre le contestaba: «al norte de la
               casa»  y  una  vez  añadió:  «Eso  es  todo  lo  que  debes  saber,  querida.  Y  ni

               siquiera sé si ya no es demasiado.» Ella le estaba muy agradecida por ser tan
               poco hablador. Si le hubiera acompañado al entierro y supiera dónde estaba
               enterrado, iría todos los días a la tumba, quizá simplemente para murmurar
               «Perdóname»,  una  y  otra  vez,  como  ya  se  lo  decía  antes,  o  bien  para
               recordarle  y  echarle  de  menos.  De  esta  manera,  sabiendo  únicamente  que

               estaba enterrado «al norte de la casa», podía casi convencerse de que el niño
               no había sido enterrado, de que ni siquiera había muerto, que cuando aquella
               mañana Paul le había ayudado a volver a la casa, le había llevado hasta el

               dormitorio y le había pedido que descansara, diciéndole: «Yo me ocupo de lo
               que haya que hacer», luego había subido a la habitación de arriba y se había
               encontrado  al  niño,  vivo,  milagrosamente  resucitado  y  le  había  devuelto  la
               libertad. Era una fantasía reconfortante. Una fantasía muy poderosa. Una vez,
               algunos  días  después  de  su  muerte,  cuando  ya  se  había  recuperado  de  la

               depresión,  y  la  fantasía  comenzaba  a  tomar  cuerpo,  Rachel  llegó  incluso  a
               imaginarse que le había visto «al norte de la casa», o por lo menos que había
               visto  su  cabeza,  aunque  no  muy  nítidamente,  porque,  como  ahora,  fue  al

               anochecer. Esa cabeza imaginada, esa ilusión óptica, se le apareció primero
               en la periferia de su campo visual. Cuando volvió la cabeza para mirarla de
               frente, se mantuvo durante un segundo —el rostro moreno, el cabello negro—
               y luego se desvaneció entre los matorrales. Rachel soltó la cortina. Hizo la
               promesa de contarle a Paul esta visión algún día. Quizá en un futuro no muy





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