Page 114 - Extraña simiente
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                    El coche furgoneta no estaba muy cargado.

                    —Si  quieres,  podemos  hacer  sitio  y  llevarnos  tu  escritorio  —dijo  Paul
               apoyando una enorme caja llena de platos, cacerolas y cubiertos sobre la parte
               trasera del vehículo.
                    —No —contestó Rachel—, da igual —Y tras una pausa, añadió—: ¿Pero

               nos podemos llevar la alfombra?
                    Paul echó un vistazo al coche y le contestó:
                    —Sí. Creo que no habrá problema —se enderezó y añadió—: La traigo en
               un momento.

                    Paul empujó la caja hacia adelante y volvió a enderezarse.
                    —Perdóname —le susurró, mirando hacia la casa.
                    —No hace falta, Paul. Venga, no miremos hacia atrás, ¿te parece?
                    —Sí —respondió él sin expresión en la voz.

                    Respiró profundamente, expirando el aire muy lentamente.
                    —Voy a por la alfombra y después nos marchamos. Tenemos que parar
               un momento en la ciudad para cerrar la cuenta del banco, ¿sabes?, y también
               para pagarles a Marsh y al cristalero lo que se les debe.

                    —Ya —una pausa—. Te espero aquí fuera a que traigas la alfombra, si no
               te importa.
                    Paul  se  quedó  muy  quieto  durante  unos  segundos  y  luego  descendió  la
               leve pendiente cubierta de malas hierbas que le separaba de la casa. Cuando

               Paul  hubo  cerrado  la  puerta  principal  tras  sí,  Rachel  se  volvió  y  se  puso  a
               inspeccionar cómo había hecho los paquetes. Estaba claro que Paul lo había
               hecho a toda velocidad porque las cajas y las maletas habían sido arrojadas
               desordenadamente  en  el  maletero  y  el  espacio  no  estaba  muy  bien

               aprovechado.  No  importaba  demasiado,  pensó  Rachel,  aunque  tampoco
               tardaría nada arreglándolas un poco. Se dispuso a hacerlo. Unos minutos más
               tarde se acordó de que se les había olvidado el gato.
                    —¡Mierda! —dijo entre dientes.

                    A  Paul  no  era  de  extrañar  que  se  le  hubiera  olvidado;  nunca  se  había
               fijado mucho en el animal y más de una vez, cuando se le interponía en el
               camino y le pillaba de mal humor, había estado a punto de darle una patada.
                    Rachel salió del coche de espaldas, a cuatro patas y saltó hacia afuera.

                    —Higgins —llamó—. ¡Señor Higgins!
                    Rachel esperó que el maullido de respuesta viniera de los matorrales que
               había a unos ciento cincuenta metros al sur de la casa. Pero éste no llegó.




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