Page 221 - Abrázame Fuerte
P. 221

madre de Silvia deja encima de la mesa unas tazas de color azul y una jarra de
      leche caliente.
        —¿Y el té? —pregunta Silvia.
        —¿Té? —se extraña Estela.
        —Sí,  té.  Me  he  acostumbrado  desayunar  té  con  leche.  Está  buenísimo.
      ¿Queréis probarlo? —contesta la otra orgullosa de sus hábitos.
        Estela y Bea asienten, pero a Ana no le gusta la leche, y calla.
        —Ana, ¿y tú? —pregunta Silvia.
        Ana no sabe qué responder. El primer contacto con la madre de Silvia no le
      ha sentado muy bien, y ahora teme que si dice que no le gusta la leche, le caiga
      peor y le suelte alguna.
        —¿Eh? ¡Ah, sí, sí!… Con leche… Sí. —La chica no sabe por qué acaba de
      responder eso. No puede ni oler la leche, y para quedar bien tendrá que pasar un
      mal trago, nunca mejor dicho.
        Dolores coloca una bolsita de té en cada una de las tazas y después sirve la
      leche caliente.
        —¡Cuidado, chicas, que está hirviendo!
        —Gracias, mamá. ¡Eres la mejor!
        —Sí,  muchas  gracias,  señora  Ribero  —dice  Ana—.  Digo,  Lola…  No,  Do-
      Dolo-¡Dolores!
        Las Princess se ríen a carcajadas. Se dan cuenta de que su amiga está muy
      nerviosa y que por eso no da ni una. La mamá de Silvia le sonríe con ternura y le
      acaricia el pelo.
        —No te preocupes, Ana. Cuando tenía tu edad, mis amigas y todo el mundo
      me llamaba Dolo.
        —¡Eso no lo sabía! —comenta Silvia, sorprendida—. ¿Te llamaban Dolo? ¿Y
      por qué no Lola? ¡A mí me gusta mucho más!
        —Cuando era una niña como vosotras…
        —Mamáaaa… ¡que ya no somos unas niñas! —aclara Silvia.
        —Lo  que  iba  diciendo…  Cuando  yo  era  una  MUJERCITA  como  vosotras,
      vivíamos en un pueblo. Todas las tardes después del colegio mi madre, tu abuela
      Rosita, me daba unas pesetas para ir a comprar el pan y merendar. ¡Me acuerdo
      tanto de esas tardes en el pueblo!
        —¡Mamá,  ve  al  grano,  por  favor!  —Silvia  le  vuelve  a  dar  un  toque  de
      atención. Sabe que si la dejan hablar, la mujer podría estar contando anécdotas
      de su pasado durante horas.
        —A  eso  iba,  hija…  Por  las  tardes  me  juntaba  con  mis  amigas.  Nos
      llamábamos las Rosas.
        Bea, Estela y Ana exclaman al unísono:
        —Uaaalaaa…
        —Qué nombre más bonito, ¿verdad? —añade Dolores—. Un día, después del
   216   217   218   219   220   221   222   223   224   225   226