Page 1080 - El Señor de los Anillos
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toda aquella noche mientras los hombres esperaban en vela la llegada del alba. Y
      cuando  el  sol  despuntó  sobre  las  montañas  del  este,  ya  no  más  envueltas  en
      sombras,  todas  las  campanas  repicaron  al  unísono,  y  todos  los  estandartes  se
      desplegaron  y  flamearon  al  viento;  y  en  lo  alto  de  la  Torre  Blanca  de  la
      Ciudadela, de argén resplandeciente como nieve al sol, sin insignias ni lemas, el
      Estandarte de los Senescales fue izado por última vez sobre Gondor.
        Los Capitanes del Oeste condujeron entonces el ejército hacia la ciudad, y la
      gente los veía pasar, fila tras fila, como plata rutilante a la luz del amanecer. Y
      llegaron así al Atrio, y allí, a unas doscientas yardas de la muralla, se detuvieron.
      Todavía  no  habían  vuelto  a  colocar  las  puertas,  pero  una  barrera  atravesada
      cerraba la entrada a la ciudad, custodiada por hombres de armas engalanados
      con las libreas de color plata y negro, las largas espadas desenvainadas. Delante
      de aquella barrera aguardaban Faramir el Senescal, y Húrin el Guardián de las
      Llaves, y otros capitanes de Gondor, y la Dama Eowyn de Rohan con Elfhelm el
      Mariscal y numerosos caballeros de la Marca; y a ambos lados de la Puerta se
      había  congregado  una  gran  multitud  ataviada  con  ropajes  multicolores  y
      adornada con guirnaldas de flores.
        Ante  las  murallas  de  Minas  Tirith  quedaba  pues  un  ancho  espacio  abierto,
      flanqueado en todos los costados por los caballeros y los soldados de Gondor y de
      Rohan,  y  por  la  gente  de  la  ciudad  y  de  todos  los  confines  del  país.  Hubo  un
      silencio en la multitud cuando de entre las huestes se adelantaron los Dúnedain,
      de gris y plata; y al frente de ellos avanzó lentamente el Señor Aragorn. Vestía
      cota de malla negra, cinturón de plata y un largo manto blanquísimo sujeto al
      cuello por una gema verde que centelleaba desde lejos; pero llevaba la cabeza
      descubierta, salvo una estrella en la frente sujeta por una fina banda de plata. Con
      él estaban Eomer de Rohan, y el Príncipe Imrahil, y Gandalf, todo vestido de
      blanco, y cuatro figuras pequeñas que a muchos dejaron mudos de asombro.
        —No, mujer, no son niños —le dijo Ioreth a su prima de Imloth Melui—. Son
      Periain, del lejano país de los Medianos, y príncipes de gran fama, dicen. Si lo
      sabré yo, que tuve que atender en las Casas a uno de ellos. Son pequeños, sí, pero
      valientes. Figúrate, prima: uno de ellos, acompañado sólo por su escudero, entró
      en la Tierra Tenebrosa, y allí luchó con el Señor Oscuro, y le prendió fuego a la
      Torre ¿puedes creerlo? O al menos ésa es la voz que corre por la ciudad. Ha de
      ser aquél, el que camina con nuestro Rey, el Señor Piedra de Elfo. Son amigos
      entrañables, por lo que he oído. Y el Señor Piedra de Elfo es una maravilla: un
      poco  duro  cuando  de  hablar  se  trata,  es  cierto,  pero  tiene  lo  que  se  dice  un
      corazón  de  oro;  y  manos  de  Curador.  « Las  manos  del  rey  son  manos  que
      curan» , eso dije yo; y así fue como se descubrió todo. Y Mithrandir me dijo:
      « Ioreth, los hombres recordarán largo tiempo tus palabras, y…»
        Pero  Ioreth  no  pudo  seguir  instruyendo  a  su  prima  del  campo,  porque  de
      pronto, a un solo toque de trompeta, hubo un silencio de muerte. Desde la Puerta
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