Page 154 - El Señor de los Anillos
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desvanecerse en una lejanía oscura e indistinta. Al este se elevaban las
Quebradas de los Túmulos, en crestas sucesivas, perdiéndose de vista hasta no ser
más que una conjetura azul y un esplendor remoto y blanco que se confundía
con el borde del cielo, pero que evocaba para ellos, en recuerdos y viejas
historias, unas montañas altas y distantes.
Aspiraron una profunda bocanada de aire y tuvieron la impresión de que un
brinco y algunas pocas y firmes zancadas los llevarían a donde quisieran.
Parecía propio de pusilánimes dar vueltas y vueltas a lo largo de las quebradas
hasta llegar así al camino, cuando en cambio podían saltar tan limpiamente como
Tom sobre las estribaciones y llegar directamente a las montañas.
Baya de Oro les habló, atrayendo de nuevo las miradas y pensamientos de
los hobbits.
—¡Apresuraos ahora, mis buenos huéspedes! —dijo—. ¡Y mantened firme
vuestro propósito! ¡El norte con el viento en el ojo izquierdo y benditos sean
vuestros pasos! ¡De prisa, mientras brilla el sol! —Y a Frodo le dijo—: ¡Adiós,
amigo de los elfos, fue un encuentro feliz!
Pero Frodo no supo qué responder. Hizo una profunda reverencia, montó en el
poney y seguido por sus amigos partió trotando a lo largo de la suave pendiente
que bajaba detrás de la loma. La casa de Tom Bombadil y el valle y el bosque
desaparecieron de la vista de los hobbits. El aire se hizo más cálido entre los
muros verdes de las lomas y el aroma del pasto era fuerte y dulce. Cuando
llegaron al fondo de la hondonada verde se volvieron y miraron a Baya de Oro,
ahora pequeña y delgada como una flor iluminada por el sol sobre un fondo de
cielo; estaba de pie, todavía mirándolos, con las manos tendidas hacia ellos.
Mientras la miraban, ella llamó con voz clara y levantando la mano se volvió y
desapareció detrás de la colina.
El camino serpenteaba a lo largo de la hondonada, bordeando el pie verde de una
colina escarpada hasta entrar en un valle más profundo y más ancho, y luego
pasaba sobre otras cimas, descendiendo por las largas estribaciones y subiendo
otra vez por las faldas lisas hasta otras cumbres, para bajar luego a otros valles.
No había árboles ni ninguna agua visible: era un paisaje de hierbas y de pastos
cortos y elásticos, donde no se oía otra cosa que el murmullo del aire en los
montículos y los gritos agudos y solitarios de unas aves extrañas. A medida que
caminaban, el sol iba subiendo en el cielo y hacía más calor. Cada vez que
llegaban a una cumbre, la brisa parecía haber disminuido. Cuando vislumbraron
al fin las regiones orientales, el bosque lejano parecía humear, como si la lluvia
reciente estuviera subiendo en humo desde las hojas, las raíces y el suelo. Una
sombra se extendía ahora a lo largo del horizonte, una niebla oscura sobre la que
el cielo era como un casquete azul, caliente y pesado.
Alrededor del mediodía llegaron a una loma cuya cumbre era ancha y