Page 158 - El Señor de los Anillos
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por tierra. Nada ocurrió y no hubo ningún sonido. Alzó los ojos, temblando, a
tiempo para ver una figura alta y oscura como una sombra que se recortaba
contra las estrellas. La sombra se inclinó. Frodo creyó ver dos ojos fríos, aunque
iluminados por una luz débil que parecía venir de muy lejos. En seguida sintió el
apretón de una garra más fuerte y fría que el acero. El contacto glacial le heló
los huesos y ya no supo más.
Cuando recobró el conocimiento, lo único que podía recordar era un sentimiento
de pavor. De pronto entendió que estaba encerrado, preso sin remedio en el
interior de un túmulo. Había caído en las garras de un Tumulario y sin duda ya
estaba sometido a los terribles encantamientos de los Tumularios de que hablaban
las leyendas. No se atrevió a moverse y se quedó como estaba, tendido de
espaldas en una piedra fría con las manos sobre el pecho.
Aunque su miedo era tan enorme que parecía confundirse con las tinieblas
mismas que lo rodeaban, descubrió así tendido que estaba pensando en Bilbo
Bolsón y sus historias, en los paseos que habían hecho juntos por los prados de la
Comarca, charlando de caminos y de aventuras. Hay una semilla de coraje
oculta (a menudo profundamente, es cierto) en el corazón del más gordo y
tímido de los hobbits, esperando a que algún peligro desesperado y último la haga
germinar. Frodo no era ni muy gordo ni muy tímido; en verdad, aunque él no lo
sabía, Bilbo (y Gandalf) habían opinado que era el mejor hobbit de toda la
Comarca. Pensaba haber llegado al fin de su aventura, a un fin terrible, pero este
pensamiento lo fortaleció. Sintió que se endurecía, como para un salto final; ya
no era más una presa fláccida y desvalida.
Tendido allí, pensando y recobrándose, advirtió en seguida que las tinieblas
cedían lentamente: una clara luz verdosa crecía alrededor. No le mostró al
principio en qué clase de sitio se encontraba, pues era como si la luz le saliera del
cuerpo y viniera del suelo, y no había alcanzado aún el techo y las paredes. Se
volvió y allí acostados junto a él, a la luz fría, vio a Sam, Pippin y Merry. Estaban
de espaldas, vestidos de blanco y las caras tenían una palidez mortal. Alrededor
había muchos tesoros, de oro quizás, aunque en aquella luz parecían fríos y poco
atractivos. Llevaban diademas en las cabezas, cadenas de oro alrededor de la
cintura y muchos anillos en los dedos. Había espadas junto a ellos y escudos a sus
pies. Pero sobre los tres cuellos se veía una larga espada desnuda.
De pronto comenzó un canto: un murmullo frío, que subía y bajaba. La voz
parecía distante e inconmensurablemente triste; a veces era tenue y flotaba en el
aire; a veces venía del suelo como un gemido sordo. En la corriente informe de
lastimosos pero horribles sonidos, de cuando en cuando tomaban forma algunas
ristras de palabras: penosas, duras, frías, crueles, desdichadas palabras. La noche