Page 320 - El Señor de los Anillos
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contigo.
Levantó al hobbit.
—¡Sujétate a mi espalda! Necesitaré de mis brazos —dijo, y se lanzó hacia
adelante.
Lo siguió Aragorn cargando a Merry. Pippin estaba maravillado de la fuerza
de Boromir, viendo el pasaje que había logrado abrir sin otro instrumento que el
de sus grandes miembros. Aun ahora, cargado como estaba, echaba nieve a los
costados ensanchando la senda para quienes venían detrás.
Llegaron al fin a la barrera de nieve. Cruzaba el sendero montañoso como
una pared inesperada y desnuda, y el borde superior, afilado, como tallado a
cuchillo, se elevaba a una altura dos veces mayor que Boromir, pero por el
medio corría un pasaje que subía y bajaba como un puente. Merry y Pippin
fueron depositados en el suelo, del otro lado y allí esperaron con Legolas a que
llegara el resto de la Compañía.
Al cabo de un rato Boromir volvió trayendo a Sam. Detrás, en el sendero
estrecho, pero ahora firme, apareció Gandalf conduciendo a Bill; Gimli venía
montado entre el equipaje. Al fin llegó Aragorn, con Frodo. Vinieron por la
senda, pero apenas Frodo había tocado el suelo cuando se oyó un gruñido sordo y
una cascada de piedras y nieve se precipitó detrás de ellos. La polvareda
encegueció casi a la Compañía mientras se acurrucaban contra la pared, y
cuando el aire se aclaró vieron que el sendero por donde habían venido estaba
ahora bloqueado.
—¡Basta! ¡Basta! —gritó Gimli—. ¡Nos iremos lo antes posible!
Y en verdad con este último golpe la malicia de la montaña pareció agotarse,
como si a Caradhras le bastara que los invasores hubiesen sido rechazados y que
no se atrevieran a volver. La amenaza de nieve pasó; las nubes empezaron a
abrirse y la luz aumentó.
Como Legolas había informado, descubrieron que la nieve era cada vez
menos espesa, a medida que avanzaban, de modo que hasta los hobbits podían ir
a pie. Pronto se encontraron una vez más sobre la cornisa en que terminaba la
ladera y donde la noche anterior habían sentido caer los primeros copos de nieve.
La mañana no estaba muy avanzada. Volvieron la cabeza y miraron desde
aquella altura las tierras más bajas del oeste. Lejos, en los terrenos abruptos que
se extendían al pie de la montaña, se encontraba la hondonada donde habían
comenzado a subir hacia el paso.
A Frodo le dolían las piernas. Estaba helado hasta los huesos y hambriento y
la cabeza le daba vueltas cuando pensaba en la larga y dolorosa bajada. Unas
manchas negras le flotaban ante los ojos. Se los frotó, pero las manchas negras
no desaparecieron. A lo lejos, abajo, pero ya encima de las primeras
estribaciones, unos puntos oscuros describían círculos en el aire.
—¡Otra vez los pájaros! —dijo Aragorn señalando.