Page 446 - El Señor de los Anillos
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árboles de la costa, gritando: ¡Frodo! ¡Frodo!, con aquellas voces altas y claras de
      los hobbits. Legolas y Gimli corrían también. Un pánico o una locura repentina
      parecía haberse apoderado de la Compañía.
        —Nos dispersaremos y nos perderemos —gruñó Aragorn—. ¡Boromir! No
      sé cuál ha sido tu parte en esta desgracia, ¡pero ayuda ahora! Corre detrás de
      esos dos jóvenes hobbits y protégelos al menos, aunque no puedas encontrar a
      Frodo.  Vuelve  aquí,  si  lo  encuentras,  o  si  ves  algún  rastro.  Regresaré  pronto.
      Aragorn se precipitó en persecución de Sam. Lo alcanzó en el pequeño prado,
      entre los acebos. Sam iba cuesta arriba, jadeando y llamando: ¡Frodo!
        —¡Ven conmigo, Sam! —dijo Aragorn—. Que ninguno de nosotros se quede
      solo ni un momento. Hay algo malévolo en el aire. Voy a la cima, al Sitial del
      Amon Hen, a ver lo que se puede ver. ¡Y mira! Tal como lo presentí: Frodo fue
      por este lado. Sígueme, ¡y mantén los ojos abiertos!
        Subió  rápidamente  por  el  sendero.  Sam  corrió  detrás  de  él,  pero  no  podía
      competir  con  Trancos  el  montaraz  y  poco  después  lo  perdió  de  vista.  Sam  se
      detuvo, resoplando. De pronto se palmeó la frente.
        —Calma, Sam Gamyi —se dijo en voz alta—. Tienes las piernas demasiado
      cortas, ¡de modo que usa la cabeza! Veamos. Boromir no miente, no es de esa
      índole, pero no nos dijo todo. El señor Frodo se asustó mucho por alguna razón y
      de pronto decidió partir. ¿Adónde?
        Hacia el este. ¿No sin Sam? Sí, aun sin Sam. Esto es duro, muy duro.
        Sam se pasó la mano por los ojos, enjugándose las lágrimas.
        —Tranquilo, Gamyi —dijo—. ¡Piensa si puedes! No puede volar por encima
      de los ríos y no puede saltar por encima de las cascadas. No lleva ningún equipo.
      Tendrá  pues  que  volver  a  los  botes.  ¡A  los  botes!  ¡Corre  hacia  los  botes,  Sam,
      como un rayo!
        Dio media vuelta y bajó a saltos el sendero. Cayó y se lastimó las rodillas. Se
      incorporó y siguió corriendo. Llegó así al borde del prado de Parth Galen, junto a
      la orilla, donde habían sacado las barcas del agua. No había nadie allí. De los
      bosques de atrás parecían venir unos gritos, pero no les prestó atención. Se quedó
      mirando un momento, inmóvil, boquiabierto. Una embarcación se deslizaba sola
      cuesta  abajo.  Dando  un  grito,  Sam  corrió  por  la  hierba.  La  barca  entró  en  el
      agua.
        —¡Ya voy, señor Frodo! ¡Ya voy! —gritó Sam.
        Se tiró desde la orilla con las manos tendidas hacia la barca que partía. Dando
      un grito y con un chapoteo cayó de cabeza a una yarda de la borda en el agua
      profunda y rápida. Se hundió gorgoteando; el río se cerró sobre la cabeza rizada
      de Sam.
        Un grito de consternación se alzó en la barca vacía. Una pala giró y la barca
      viró en redondo. Sam subió a la superficie burbujeando y debatiéndose, y Frodo
      llegó justo a tiempo para tomarlo por los cabellos. Los ojos redondos y castaños
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