Page 441 - El Señor de los Anillos
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En ese momento el pie se le enganchó en una piedra, cayó hacia adelante
      con los brazos y piernas extendidos y se quedó allí tendido de bruces. Durante un
      rato estuvo muy quieto y pareció que lo hubiera alcanzado su propia maldición;
      luego, de pronto, se echó a llorar.
        Se incorporó y se pasó la mano por los ojos, enjugándose las lágrimas.
        —¿Qué  he  dicho?  —gritó—.  ¿Qué  he  hecho?  ¡Frodo!  ¡Frodo!  —llamó—.
      ¡Vuelve! Tuve un ataque de locura, pero ya se me pasó. ¡Vuelve!
      No hubo respuesta, Frodo ni siquiera oyó los gritos. Estaba ya muy lejos, saltando
      a ciegas por el sendero que llevaba a la cima, estremeciéndose de terror y de
      pena mientras recordaba la cara enloquecida y los ojos ardientes de Boromir.
        Pronto se encontró solo en la cima del Amon Hen y se detuvo, sin aliento. Vio
      a  través  de  la  niebla  un  círculo  amplio  y  chato,  cubierto  de  losas  grandes  y
      rodeado por un parapeto en ruinas; y en medio, sobre cuatro pilares labrados, en
      lo alto de una escalera de muchos peldaños, había un asiento. Frodo subió y se
      sentó en la antigua silla, sintiéndose casi como un niño extraviado que ha trepado
      al trono de los reyes de la montaña.
        Al  principio  poco  pudo  ver.  Parecía  como  si  estuviese  en  un  mundo  de
      nieblas, donde sólo había sombras; tenía puesto el Anillo. Luego, aquí y allá, la
      niebla fue levantándose y vio muchas escenas, visiones pequeñas y claras como
      si  las  tuviera  ante  los  ojos  sobre  una  mesa  y  sin  embargo  remotas.  No  había
      sonidos,  sólo  imágenes  brillantes  y  vívidas.  El  mundo  parecía  encogido,
      enmudecido. Estaba sentado en el Sitial de la Vista, sobre el Amon Hen, la Colina
      del Ojo de los Hombres de Númenor. Miró al este y vio tierras que no aparecían
      en los mapas, llanuras sin nombre y bosques inexplorados. Miró al norte y vio
      allá  abajo  el  Río  Grande  como  una  cinta,  y  las  Montañas  Nubladas  parecían
      pequeñas y de contornos irregulares, como dientes rotos. Miró al oeste y vio las
      vastas praderas de Rohan; Orthanc, el pico de Isengard, como una espiga negra.
      Miró al sur y vio el Río Grande que rodaba como una ola y caía por los saltos del
      Rauros a un abismo de espumas; un arco iris centelleaba sobre los vapores. Y vio
      el  Ethir  Anduin,  el  poderoso  delta  del  río  y  miríadas  de  pájaros  marinos  que
      revoloteaban al sol como un polvo blanco, y debajo un mar plateado y verde,
      ondeando en líneas interminables.
        Pero adonde mirara, veía siempre signos de guerra. Las Montañas Nubladas
      hervían como hormigueros: los orcos salían de innumerables madrigueras. Bajo
      las  ramas  del  Bosque  Negro  había  una  lucha  enconada  de  elfos,  hombres  y
      bestias  feroces.  La  tierra  de  los  Beórnidas  estaba  en  llamas;  una  nube  cubría
      Moria; unas columnas de humo se elevaban en las fronteras de Lórien.
        Unos Jinetes galopaban sobre la hierba de Rohan; desde Isengard los lobos
      llegaban en manadas. En los puertos de Harad, las naves de guerra se hacían a la
      mar y del este venían muchos hombres: de espada, lanceros, arqueros a caballo,
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