Page 594 - El Señor de los Anillos
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—Nadie sabe qué habrá de traer el nuevo día —dijo. Aragorn—. Alejaos
antes de que se vuelva contra vosotros.
—Baja o te abatiremos —gritaron—. Esto no es un parlamento. No tienes
nada que decir.
—Todavía tengo esto que decir —respondió Aragorn—. Nunca un enemigo
ha tomado Cuernavilla. Partid, de lo contrario ninguno de vosotros se salvará.
Ninguno quedará con vida para llevar las noticias al Norte. No sabéis qué peligro
os amenaza.
Era tal la fuerza y la majestad que irradiaba Aragorn allí de pie, a solas, en lo
alto de las puertas destruidas, ante el ejército de sus enemigos, que muchos de los
montañeses salvajes vacilaron y miraron por encima del hombro hacia el valle y
otros echaron miradas indecisas al cielo. Pero los orcos se reían
estrepitosamente; y una salva de dardos y flechas silbó por encima del muro, en
el momento en que Aragorn bajaba de un salto.
Hubo un rugido y una intensa llamarada. La bóveda de la puerta en la que
había estado encaramado se derrumbó convertida en polvo y humo.
La barricada se desperdigó como herida por el rayo. Aragorn corrió a la
torre del rey.
Pero en el momento mismo en que la puerta se desmoronaba y los orcos
aullaban alrededor preparándose a atacar, un murmullo se elevó detrás de ellos,
como un viento en la distancia, y creció hasta convertirse en un clamor de
muchas voces que anunciaban extrañas nuevas en el amanecer. Los orcos,
oyendo desde el Peñón aquel rumor doliente, vacilaron y miraron atrás. Y
entonces, súbito y terrible, el gran cuerno de Helm resonó en lo alto de la torre.
Todos los que oyeron el ruido se estremecieron. Muchos orcos se arrojaron al
suelo boca abajo, tapándose las orejas con las garras. Y desde el fondo del
Abismo retumbaron los ecos, como si en cada acantilado y en cada colina un
poderoso heraldo soplara una trompeta vibrante. Pero los hombres apostados en
los muros levantaron la cabeza y escucharon asombrados: aquellos ecos no
morían. Sin cesar resonaban los cuernos de colina en colina; ahora más cercanos
y potentes, respondiéndose unos a otros, feroces y libres.
—¡Helm! ¡Helm! —gritaron los caballeros—. ¡Helm ha despertado y retorna
a la guerra! ¡Helm ayuda al Rey Théoden!
En medio de este clamor, apareció el rey. Montaba un caballo blanco como
la nieve; de oro era el escudo y larga la lanza. A su diestra iba Aragorn, el
heredero de Elendil, y tras él cabalgaban los señores de la Casa de Eorl el Joven.
La luz se hizo en el cielo. Partió la noche.
—¡Adelante, Eorlingas!
Con un grito y un gran estrépito se lanzaron al ataque. Rugientes y veloces
salían por los portales, cubrían la explanada y arrasaban a las huestes de Isengard