Page 593 - El Señor de los Anillos
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sirvo estando aquí.
        —Aquí  al  menos  estáis  protegido  por  la  fortaleza  más  inexpugnable  de  la
      Marca  —dijo  Aragorn—.  Más  esperanzas  tenemos  de  defenderos  aquí  en
      Cuernavilla que en Edoras y aun allá arriba en las montañas de El Sagrario.
        —Dicen  que  Cuernavilla  no  ha  caído  nunca  bajo  ningún  ataque  —dijo
      Théoden—; pero esta vez mi corazón teme. El mundo cambia y todo aquello que
      alguna vez parecía invencible hoy es inseguro. ¿Cómo podrá una torre resistir a
      fuerzas  tan  numerosas  y  a  un  odio  tan  implacable?  De  haber  sabido  que  las
      huestes de Isengard eran tan poderosas, quizá no hubiera tenido la temeridad de
      salirles al encuentro, pese a todos los artificios de Gandalf. El consejo no parece
      ahora tan bueno como al sol de la mañana.
        —No juzguéis el consejo de Gandalf, señor, hasta que todo haya terminado
      —dijo Aragorn.
        —El fin no está lejano —dijo el rey—. Pero yo no acabaré aquí mis días,
      capturado  como  un  viejo  tejón  en  una  trampa.  Crinblanca  y  Hasufel  y  los
      caballos de mi guardia están aquí, en el patio interior. Cuando amanezca, haré
      sonar el cuerno de Helm, y partiré. ¿Cabalgarás conmigo, tú hijo de Arathorn?
      Quizá  nos  abramos  paso,  o  tengamos  un  fin  digno  de  una  canción…  si  queda
      alguien para cantar nuestras hazañas.
        —Cabalgaré con vos —dijo Aragorn.
        Despidiéndose, volvió a los muros, y fue de un lado a otro reanimando a los
      hombres y prestando ayuda allí donde la lucha era violenta. Legolas iba con él.
      Allá  abajo  estallaban  fuegos  que  conmovían  las  piedras.  El  enemigo  seguía
      arrojando ganchos y tendiendo escalas. Una y otra vez los orcos llegaban a lo
      alto del muro exterior y otra vez eran derribados por los defensores.
        Por fin llegó Aragorn a lo alto de la arcada que coronaba las grandes puertas,
      indiferente a los dardos del enemigo. Mirando adelante, vio que el cielo palidecía
      en el este. Alzó entonces la mano vacía, mostrando la palma, para indicar que
      deseaba parlamentar.
        Los orcos vociferaban y se burlaban.
        —¡Baja!  ¡Baja!  —le  gritaban—.  Si  quieres  hablar  con  nosotros,  ¡baja!
      ¡Tráenos a tu rey! Somos los guerreros Uruk-hai. Si no viene, iremos a sacarlo de
      su guarida. ¡Tráenos al cobardón de tu rey!
        —El rey saldrá o no, según sea su voluntad —dijo Aragorn.
        —Entonces ¿qué haces tú aquí? —le dijeron—. ¿Qué miras? ¿Quieres ver la
      grandeza de nuestro ejército? Somos los guerreros Uruk-hai.
        —He salido a mirar el alba —dijo Aragorn.
        —¿Qué tiene que ver el alba? —se moraron los orcos—. Somos los Uruk-hai;
      no  dejamos  la  pelea  ni  de  noche  ni  de  día,  ni  cuando  brilla  el  sol  o  ruge  la
      tormenta. Venimos a matar, a la luz del sol o de la luna. ¿Qué tiene que ver el
      alba?
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