Page 602 - El Señor de los Anillos
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nuevos consejos.
Durante la tarde la compañía del Rey se preparó para la partida. La tarea de
enterrar a los muertos había comenzado apenas; y Théoden lloró la pérdida de
Háma, su capitán, y arrojó el primer puñado de tierra sobre la sepultura.
—Un gran daño me ha infligido en verdad Saruman, a mí y a toda esta
comarca —dijo—; y no lo olvidaré, cuando nos encontremos frente a frente.
Ya el sol se acercaba a las crestas de las colinas occidentales que rodeaban el
Valle del Bajo, cuando Théoden y Gandalf y sus compañeros montaron al fin y
descendieron desde la empalizada. Toda una multitud se había congregado allí;
los jinetes y los habitantes del Folde Oeste, los viejos y los jóvenes, las mujeres y
los niños, todos habían salido de las cavernas a despedirlos. Con voces cristalinas
entonaron un canto de victoria; de improviso, todos callaron, preguntándose qué
ocurriría, pues ahora miraban hacia los árboles y estaban asustados.
La tropa llegó al bosque y se detuvo; caballos y hombres se resistían a entrar.
Los árboles, grises y amenazantes, estaban envueltos en una niebla o una sombra.
Los extremos de las ramas largas y ondulantes pendían como dedos que
buscaban en la tierra, las raíces asomaban como miembros de monstruos
desconocidos, en los que se abrían cavernas tenebrosas. Pero Gandalf continuó
avanzando, al frente de la compañía, y en el punto en que el camino de
Cuernavilla se unía a los árboles vieron de pronto una abertura que parecía una
bóveda disimulada por unas ramas espesas: por ella entró Gandalf y todos lo
siguieron. Entonces vieron con asombro que el camino continuaba junto con la
Corriente del Bajo: y arriba aparecía el cielo abierto, dorado y luminoso. Pero a
ambos lados del camino el crepúsculo invadía ya las grandes naves del bosque
que se extendían perdiéndose en sombras impenetrables; allí escucharon los
cuchicheos y gemidos de las ramas, y gritos distantes, y un rumor de voces
inarticuladas, de murmullos airados. No había a la vista orcos, ni ninguna otra
criatura viviente.
Legolas y Gimli iban montados en el mismo caballo; y no se alejaban de
Gandalf, pues el bosque atemorizaba a Gimli.
—Hace calor aquí dentro —le dijo Legolas a Gandalf—. Siento a mi
alrededor la presencia de una cólera inmensa. ¿No te late a ti el aire en los oídos?
—Sí —respondió Gandalf.
—¿Qué habrá sido de los miserables orcos? —le preguntó Legolas.
—Eso, creo, nunca se sabrá —dijo Gandalf.
Cabalgaron un rato en silencio; pero Legolas no dejaba de mirar a los lados y
si Gimli no se lo hubiese impedido, se habría detenido más de una vez a escuchar
los rumores del bosque.
—Son los árboles más extraños que he visto en mi vida —dijo—; y eso que he
visto crecer a muchos robles, de la bellota a la vejez. Me hubiera gustado poder
detenerme un momento ahora y pasearme entre ellos; tienen voces y quizá con